Entre príncipes y habaneras. Capítulo 47
-Rodolfo Alpízar Castillo | POR ENTREGAS–
María de las Mercedes 8
Estas cinco personas ahora marchan hacia Tampa en busca de refugio y ya no volverán, como a tantos ha sucedido; se van para siempre aunque todavía no lo sepan. Tampa. Pedazo de tierra situada al norte, que se levantará y progresará por manos de tabaqueros criollos, como en el futuro una Pequeña Habana surgirá y crecerá por obra y gracia de otra emigración cubana, añadiendo fuerza y sangre nuevas al continente. Harán como cierto Matías Pérez, de quien se dice que voló y nunca volvió, acaso de él un día se escriba una novela para averiguar dónde fue a parar, quién sabe si también rumbo norte. Uno hasta se interroga qué tendrá ese punto cardinal que tal fascinación ejerce sobre las gentes de este archipiélago y las atrae por miles como el flautista del cuento, sin que se pregunten si más allá del lugar de partida espera la dicha o la muerte, ni si el agua los tragará como a los ratones del cuento. Aguardemos poco más de un siglo y aún los hemos de ver desafiando la corriente del golfo, procurando una felicidad que casi nunca está donde se la busca, sino más bien, como el ave dorada del cuento chino, en el árbol que da sobre la ventana de casa.
Claro que siempre hay algunos como un tal Rubén, aún no nacido cuando estos cinco partan pero que ya hemos conocido porque esas prerrogativas tiene la literatura, que dice y reitera y defiende, porque en verdad lo piensa, cree y cumplirá, y así lo está discutiendo en este momento con una mujer a la que ama, aunque ella no quiera oír hablar de este verbo, que a él de su isla no hay quien lo saque; por más que muchos de sus sueños hayan muerto valió la pena vivirlos en su momento y eso no se traiciona, no habrá de ser él como tantos que ambos han conocido, que durante años tal afirmarían y repetirían, y hasta piedras arrojarían contra quienes marcharon antes, para llegada la ocasión desdecirse y lanzarse en una balsa como el que más a procurar tras los mares la quimera de un país llamado de las oportunidades.
Habrá además algunos como cierta María Magdalena, tampoco nacida en la hora de este embarque y ya conocida por nosotros, también en virtud de la literatura, que no es tan afirmativa en cuanto a permanecer en la isla, su nacionalismo está bastante agrietado por el mucho golpe recibido en la vida, y se dice dispuesta a partir si se ofrece ocasión, como tantos, mas a cualquier parte menos a ese norte iría, advierte y hace blasón de ello, su porqué bien sabe y lo podemos saber nosotros si no andamos dormidos, no se fascina tan fácilmente a esta mujer con un fausto logrado a sangre y lodo durante siglos, ni se deja ella engañar por un lobo que ya ni se toma el trabajo de disfrazarse de oveja y no oculta sus intenciones «No les perdono Hiroshima ni los indios». Que no serán los únicos que así piensen y actúen también es cierto, no vamos a quedarnos solos aquí, a Dios demos por ello gracias.
O a Marx, que acaso mantenga algo de sus poderes en una isla que lo ha olvidado. Mejor a los dos, por si las moscas, que uno ya no sabe hacia dónde mirar, tal como van las cosas.
Parten y no regresarán estos cinco que ahora vemos embarcarse, como se dijo y se retoma, bueno está de digresiones, aunque ellos piensan que sí vuelven y pronto, es apenas acabarse la guerra y ya, «Ustedes van a ver, un tiempito nada más y otra vez van a estar correteando por la finca de don Ramón, aunque mejor sería que comenzaran a ganar juicio y se dejen de esas chiquilladas», mas la guerra aún se prolongará algunos años, y con el paso crecerán raíces de nuevas vidas en la tierra ajena que por eso lo será menos: vejez para los mayores; adultez, matrimonio, hijos para las jóvenes, muerte para madame Sophie, bien vieja, por cierto, y cuidada hasta el último momento, pues gracias a esta familia nunca se encontrará abandonada. Visitas habrá algunas veces andando el tiempo, siempre de pocos días, al lugar que hoy abandonan, pero eso no es regreso, apenas un encuentro con el nudo de la nostalgia.
Pero aunque no vuelvan a su tierra no por eso se arrancarán totalmente de ella, que la llevarán consigo en la añoranza, y andando el tiempo estas dos muchachas que sin desearlo se alejaron de los lugares amados, para entonces ya no muchachas por edad, pero siéndolo por dentro, junto a los hombres que las amarán han de encaminar su intranquilidad de siempre por la vía de los clubes patrióticos de la emigración, con lo cual los temores de don Rafael por ellas nunca acabarán, es lo que sucede siempre cuando uno tiene hijos: ser padre es oficio que nunca termina aunque los retoños crezcan, pero ya él no tendrá hacia dónde escapar que evite lo inevitable y en silencio las verá hacer, con miedo, eso sí, pero con oculto orgullo.
Entusiasmadas por el verbo del poeta de pequeña estatura y alma gigante que en algún momento se mencionó sin decir su nombre como no se dirá ahora por resultar innecesario, se envolverán ambas muchachas en trajines de recaudación de fondos y otros menesteres para la preparación de la nueva guerra, acaso esta sea la definitiva, que tendrá como divisa hacer de la patria no olvidada una tierra de hombres libres, perdónesenos el lugar común, pero es la frase que corresponde y otra mejor no se nos ocurre, faltaría especificar que de mujeres también, pero esa parte del feminismo que atañe a la lengua todavía no ha llegado, podemos dejarlo así, sin lenguaje inclusivo.
A decir verdad, esa es otra historia. O el mejor fin para esta, quién sabe. Pero igualmente no ha de ser narrada aquí, pues falta mucho para que llegue. De momento, es apenas la hora de la partida. Lloran las muchachas, llora María de las Mercedes, suspira madame Sophie, a quien ya casi nada duele, pero es la costumbre; más bien se pregunta cómo será vivir, por fin, en un país sin monarquía, acaso sea el encuentro con su antiguo sueño republicano, ojalá no sufran sus ilusiones un nuevo y definitivo descalabro. Son mujeres, tienen derecho a la lágrima. A don Rafael no le es permitido llorar, no es cosa que vaya bien con la imagen de un hombre, aunque siente desgajarse una parte de sí al recordar que en esta casa que abandona conoció sus mayores dichas y los más terribles tormentos. Como María de las Mercedes, podríamos recordar, pero ella es mujer que ama a este hombre y estas hijas, y donde esté su amor está su mundo.
El equipaje se ha revisado infinitas veces, con la sensación de que algo se deja olvidado. Parten en fin, nada falta, todo está en orden, pero igual sienten que algo que no sabrían identificar ha quedado atrás. No podrían saberlo, y el poeta que un día escribirá Ya no hay nadie en casa no ha nacido aún para explicarles. Y es que dejan detrás, con la casa, no las paredes ni los ladrillos, sino a sus ecos y a sus sombras en ellos hechos uno. Se marchan y no habría que preguntar qué queda olvidado, sino quiénes. Quedan seres que no pueden seguirlos porque con la marcha han dejado de pertenecer a ellos, que se van, para ser de este espacio que queda, de estas paredes, de este techo y estas columnas que atesoran esencias. En la cal de los muros se impregnaron actos y pasiones, pequeñeces y grandezas, llantos y risas. Los dueños trasladan sus vidas a otros lugares, pero sombras y ecos de lo vivido aquí permanecen para que el recuerdo de lo que fueron no se borre de las piedras. Cuando los cuerpos parten a otro sitio, con ellos no puede marcharse la conjunción de lo que aquí lloraron y rieron, de sus sueños y esperanzas, triunfos y fracasos, dolores y alegría, porque ya no les pertenecen, sino al lugar donde fueron sentidos. Y estos que pudieran llamarse espectros de lo vivido no se quedan en la casa, sino por la casa como nos alerta el poeta, andando libres por ella como continuadores de los idos, para que el espacio no muera de ellos cuando ya no lo habiten, para que no se acabe del todo la vida que le infundieron. Se van los que fueron y sintieron, pero queda lo sido y sentido. De ahí esa indefinible sensación de intrusos que embargará a quienes lleguen a ocupar el lugar de los que parten. Y por esta causa alguna vez, lejos, donde estén, los que partieron recordarán este espacio que ya no habitan y sentirán en el corazón la falta de algo que no atinan a reconocer, aunque les abunde todo: les falta lo que no cargaron en las maletas, que fue lo vivido. Así será hasta que algún día el paso del tiempo logre borrar sus recuerdos, y entonces sí habrá llegado la hora de también partir las sombras y los ecos que quedaron, de morir la esencia de lo que en ella se vivió.
Adónde partirán las sombras, los ecos, nadie lo sabe, ni lo sabremos nosotros hasta que sea el momento de saberlo. «Quizás ahora sea la verdadera muerte de nosotros», acotaría María del Pilar desde su dimensión otra donde la hemos encontrado. Quizás la verdadera vida. Quién sabe suficiente para responderle, si nadie regresa para decirnos.
Continuará.
Rodolfo Alpízar Castillo
(La Habana, 1947). Traductor de decenas de obras de autores de lengua portuguesa, entre ellos el Nobel José Saramago, Camões Pepetela, Paulina Chiziane, Mia Couto y Germano Almeida. Autor de decenas de textos relativos a la lengua española, entre los que sobresalen El lenguaje en la Medicina (tres ediciones), ¿Cómo hacer un diccionario científico-técnico? (dos ediciones) y Para expresarnos mejor (siete ediciones). Ha publicado trece novelas con temáticas diversas y tres libros de cuentos. Desde enero de 2020 mantiene en gAZeta la columna Escrito en Cuba, que presenta narradores cubanos. También, en la biblioteca de gAZeta se encuentran en descarga gratuita sus novelas Sobre un montón de lentejas y Empecinadamente vivos, además del cuaderno de cuentos Amorosos y disparatados.