Tradiciones y contradicciones en las traducciones literarias
Alfredo Saavedra | Arte/cultura / ROSA DE LOS VIENTOS
Todo parece indicar que la finalidad de las editoriales, al enlistar el presunto número de idiomas a los que ha sido traducida una obra literaria, tiene más propósitos publicitarios que consistir veracidad. Eso porque está comprobada la dificultad de efectuar con acierto la traslación de un texto de un idioma a otro e imposible hacerlo entre culturas disímiles.
En libros, en particular de literatura, se cita la traducción a idiomas, que a partir del español o castellano, resultan originarios de culturas muy diferentes a las del contexto latino. Asumir que se ha hecho una traducción al árabe, al turco, al chino, al ruso, al japonés, al coreano y otros idiomas puede constituir nada más que un recurso de efectos especiales para satisfacción de engreídos autores.
En la cultura occidental, con los idiomas prevalecientes en Europa y en especial los derivados del contexto latín; francés, portugués, italiano y, desde luego, español, hay una interrelación de aproximación cultural que facilita el proceso de traducción necesario para el intercambio educativo y de conocimientos. Es esa última finalidad la que justifica las traducciones con la imperativa condición de que sean realizadas con profesionalidad.
En ese panorama habrá que situar al intercambio que se daría de ideas y dentro de estas al imprescindible y valioso suceso de enriquecer con ello esa oralidad de la que se afirma que es la memoria de la comunidad viva de las generaciones sucesivas. La expresión directa, inmediata, toda impregnada de las vibraciones de la voz que la difunde. Sin borrarla, por otra parte, ella tendrá precedencia sobre toda otra expresión inscrita por el hombre en el bronce, la madera o el papel. Las condiciones naturales y el principio ideológico fundan así, en su punto de convergencia, la primacía de la tradición oral.
Acerquémonos ahora a la anécdota que le confiere validez a lo afirmado con respecto a la transmisión de la tradición oral entre pueblos con diferente lengua y de su aporte a la forma escrita de contar. Max Muller nos lleva de la mano por diferentes espacios geográficos y niveles de tiempo, al tomar como espécimen El cántaro de la lechera, fábula recreada por La Fontaine y cuyos orígenes se remontan al védico, lengua que, sin la configuración todavía del sánscrito, tenía ya valiosa literatura que llegó ya con la purificación que le dio este último a la cumbre del Mahabharata y el Ramayana. El relato recreado por el fabulista francés, en su forma oral, lo sitúa Muller también entre los persas que lo contarían de diferente manera pero convergiendo siempre hacia el mismo contexto parabólico. Eso señala que el citado cuento tuvo un recorrido por diferentes lenguas, hasta llegar a la conformación clásica que le dio el autor. Ratificación de la función útil en su forma inicial de las traducciones.
Dentro de la valoración de estas, se toma un ejemplo de mucho interés no solo porque propone estado de relación con el tópico ya mencionado, sino por su relevancia en cuanto a la proyección dentro del proceso de literatura llevada a otras lenguas. Nos trasladamos al continente americano y nos encontramos con el manuscrito de Chichicastenango. Se ignora quien haya sido el autor de este documento que nos permite conocer con amplitud las ideas cosmogónicas de los maya-quichés, su elaborado sistema mítico y sus pensamientos fundamentales. Se ha supuesto compilado por Diego Reinoso, protegido del obispo Francisco Marroquín, pero sin agregar dato alguno concreto, ni siquiera sólida argumentación presuntiva.
Bastará decir que un indígena, conocedor de las tradiciones de su pueblo -con posteridad a la conquista y en los albores de la Colonia-, trató de salvar el pensamiento de las antiguos quichés, expuesto a perderse definitivamente, pues ya había aceptado la palabra de los cristianos. Es una obra anónima, en tanto que no aparezcan -lo cual casi puede darse por imposible- noticias ciertas sobre la auténtica personalidad del transcriptor, quien pudo tener a la vista un viejo códice o hilvanar el relato sin más ayuda que la de su memoria. Fray Francisco Ximénez (1668-1721), doctrinero en la parroquia de Santo Tomás Chichicastenango, encontró el manuscrito al parecer en una antigua alacena tapiada de la casa conventual y se dio cuenta de su importancia.
En posesión del conocimiento de la lengua quiché hizo la traducción y lo transcribió en un libro de crónicas. La primera versión al castellano del cura Ximénez fue publicada en Viena (1857), con el patrocinio de la Academia Imperial de Ciencias de Austria, con anotaciones del doctor Karl Scherzer. Por ese tiempo, el abate Carlos Esteban Brasseur trabajaba en Francia la obra que, con el nombre de Popol Vuh, sería publicada por el editor Augusto Durand en París en 1861. El manuscrito de Brasseur, quien publicó en su libro el texto del original quiché, fonetizado para la pronunciación francesa, se encuentra en la biblioteca del Free Museum of Science and Art, de la Universidad de Pensilvania.
De ahí, Daniel Brinton escribió un estudio ya con valoración crítica e interpretando los pasajes esenciales con vistas a establecer su eficacia frente a la etnografía maya-quiché y se produce de esa manera su primera traslación al inglés, realizada en forma separada por Howe Bancroft y Hartley Burr Alexander. La nómina de versiones a lo largo de este siglo es muy larga, pero baste decir que su traducción ha sido efectuada a casi todos los idiomas, lo cual de nuevo nos remite a la reflexión de la utilidad de las traducciones, para la progresión histórica de la literatura.
García Márquez apuntó: «Alguien ha dicho que traducir es la mejor manera de leer. Pienso también que es la más difícil y la más ingrata y la peor pagada. Traduttore, traidore, dice el conocido refrán italiano, dando por supuesto que quien nos traduce nos traiciona». Nos informa el Premio Nobel que las traducciones al francés de Maurice-Edgar Coindreu, de los novelistas norteamericanos, jóvenes y desconocidos por entonces -William Faulkner, John dos Passos, Ernest Hemingway y John Steinbeck- no solo son recreaciones magistrales sino que introdujeron en Francia a una generación histórica, cuya influencia entre sus contemporáneos europeos -incluidos Sartre y Camus- es más que evidente. «De modo -expresa García Márquez- que Coindreau no fue un traidor, sino todo lo contrario, un cómplice genial, como lo han sido los grandes traductores de todos los tiempos, cuyos aportes personales a la obra traducida suelen pasar inadvertidos, mientras se suelen magnificar sus defectos».
No era eso lo que pensaban los italianos que en su tiempo acunaron el aforismo del traductor traidor, pues no les complacía que la Divina comedia fuera ofrecida en otro idioma, porque sospechaban un fraude detrás de toda interpretación. En nuestros días, las opiniones están divididas, muchos autores piensan que no hay traducción posible que pueda reflejar en forma fidedigna a una obra y que, si bien las palabras pueden ser sustituidas de un idioma a otro, los símbolos encerrados en el circuito de un pensamiento no siempre pueden corresponderse en la interpretación de una lengua diferente a la del texto original.
Circula por ahí un retruécano que intenta con una humorada definir la falla de las traducciones, cuya autoría se ignora y que se reproduce haciendo la salvedad de que sus connotaciones en cuanto al objeto de comparación, merece respeto y que dice: «Las traducciones son como las mujeres, si bellas no son fieles, si fieles son feas». Esto se remite a la invalidez de muchos refranes, que pierden su vigencia por antiguos o por ambiguos. En respaldo de la falacia de muchos de ellos, se recuerda que el filólogo José de Irisarri dijo: «Aquello que de músico, poeta y loco, todos tenemos un poco, no es cierto, pues no es músico el que no compone o interpreta la música, ni poeta el que no conoce los secretos de la poesía, pero en lo que acierta el refrán es en lo de loco, que de verdad todos tenemos un poco».
Referencias tomadas de un ensayo del autor de este artículo, con base en estudio del investigador Max Muller y monografía de Luis Antonio Vasconcelos.
Alfredo Saavedra
Periodista y escritor. Reside en Canadá desde 1982, donde continuó ejerciendo su oficio. En Guatemala trabajó en los diarios Prensa Libre y La Nación. Ha sido editorialista de radio y televisión, escribe y ha publicado poesía, narrativa e interpretación histórica.
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