La verdad ausente
Leonardo Rossiello Ramírez | Arte/cultura / CONTROVERSIA
Cuando uno está en modo controversia, tanto en calidad de actor como de público, es de suma importancia ponderar cuál de los interlocutores define el grado y forma de «la verdad», la manera en que lo hace y para qué fines. Es que la verdad es una dama esquiva. Aunque se haya ido a dar una vuelta por el barrio, recuerda su presencia en forma de fantasmas, de los que la mentira y la exageración son los más famosos.
En cualquier debate se puede colar una mentira, y quien la ponga en evidencia tiene muchas probabilidades de situar al contrincante en una situación desfavorable. La falta a la verdad es un indicio fuerte de que quien mintió no tiene la intención de convencer con argumentos racionales. Probablemente solo desee «ganar» el debate a cualquier precio; al ofrecer ese flanco débil, ya ha pagado uno bastante alto.
Una mentira es, por un lado, la acción misma de afirmar algo contrario a lo que se sabe, cree o piensa; por otro, es el resultado de esa acción, esto es, el enunciado cuyo contenido es comprobablemente falso. La flora de la mentira se restringe, en rigor, a tres familias. Una es la de las mentiras oficiosas, que son las que se emiten con la intención de sacar algún tipo de ventaja, aunque sin la intención de perjudicar o dañar a otra persona o grupo. Hay abundantes ejemplos en las campañas electorales. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha despachado una cantidad considerable que, más tarde, han sido confirmadas como falsedades. «Nadie es menos racista que yo», ha dicho, lo que tienta a la réplica que puesto que algo de racista tiene Nadie (porque si no, no habría merecido el epíteto), entonces él, Trump, es sin lugar a dudas racista.
Otra familia es la de las mentiras piadosas. Se supone que quien las dice es alguien misericorde. Sin embargo, puede ser por lo contrario; hay individuos aviesos. Al decir de Machado, mala gente que camina y va apestando la tierra. Pero también de ellos se puede aprender, por ejemplo, a usar las mentiras piadosas contra personalidades narcisistas. Es conocido el caso de un señor que miraba a una niña que no tenía orejas. «Yo sé por qué usted me mira: porque tengo los ojos muy lindos», le dijo la niña. Y el señor: «En efecto. Y cuídatelos mucho, porque el día en que tengas que usar anteojos vas a estar en problemas». Las mentiras piadosas son las favoritas de los niños, dispuestos siempre a creer que si no se portan bien, el hada Zarzaparrilla no les dejará chocolatines debajo de la almohada. Por otra parte, muchas personas piensan, con algo de razón, que la vida social sería insufrible si no estuviera amortiguada por este tipo de mentiras.
En tercer lugar, en esta taxonomía restringida, está la familia de las mentiras descaradas y brutales, que siempre buscan por lo menos el engaño y, a menudo, el daño de una persona o de un grupo, nación, etnia o creencia. Un buen ejemplo de este tipo es el engendro Los protocolos de los sabios de Sión (1903), plagio de plagios y además arma antisemita en manos de los zares de Rusia primero y de la maquinaria propagandística nazi después. Parafraseando a Flores Morador, puede decirse que esta familia de mentiras en particular está polarizada hacia el pasado (ver en gAZeta).
Conviene tener presente que hay mentiras que pueden operar como (falsas) evidencias o pruebas: «Como es sabido y demuestra Los protocolos de los sabios de Sión, existe una conspiración judeo-masónica-comunista en el mundo». Y tampoco conviene olvidar que hay mentiras que no apelan a ningún tipo de evidencia, como la muy reciente teoría conspirativa llamada QAnon. Esta sostiene que algunos actores de la política de Estados Unidos, y aun del mundo, son pedófilos y satanistas, pero hay un líder (adivina quién) que está al tanto y será el salvador de la humanidad durante una Operación Tormenta. Puede entenderse que los niños y aun algunos grandes se traguen sin más ciertas mentiras piadosas, pero que haya miles de adultos que se crean este tipo de mentiras, sin pruebas, es inquietante.
Otros cinco pesos son los casos en que en el debate se cuela una exageración. Entonces resulta imposible calificarla de «mentira». En las exageraciones no suele haber juego sucio. De hecho, tanto quien exagera como quien escucha la exageración suelen aceptar, por el principio de caridad interpretativa, que si bien lo dicho no se ajusta a la estricta verdad, se infiere su sentido con facilidad. Si afirmo que llueve, se puede comprobar enseguida si es cierto o falso, pero si digo que hay un diluvio la cosa no es tan sencilla, ya que hay diluvios bíblicos, metonímicos, letales, bienhechores, etcétera. Se deja entonces de lado la posibilidad de obtener un triunfo fácil, de índole meramente psicológica, al señalar lo obvio (que lo dicho es una exageración) y en cambio se piensa en el núcleo significante de lo expresado. En semejante contexto, se admite de manera tácita que la exageración (o hipérbole) es un conocido recurso retórico. Y, agreguemos, literario. Un famoso soneto de Francisco de Quevedo comienza con una: «Érase un hombre a una nariz pegado». Por lo demás, es uno de los pilares estilísticos del llamado realismo mágico.
Digno de nota es la paradoja de que buena parte de las exageraciones, en tanto faltas a la verdad, apuntan a convencer al interlocutor, al público, a los electores y a los consumidores, que determinado producto, política o idea es verdadera y por lo tanto buena y digna de ser comprada. Por tanto, a estar atentos. En las controversias, la exageración puede tener un fuerza persuasiva considerable, del mismo modo que en el mundo de las comunicaciones virtuales, lo que es hype [1] vende y se difunde más de lo que no lo es.
Hay exageraciones basadas en razonamientos previos y contenedoras de una parte de la verdad: «Estamos viviendo una segunda ola de COVID-19 en el mundo, y los contagios se han incrementado en un 150 por ciento». Ninguna de las dos partes de la exageración son estrictamente verdaderas (al menos en el momento de redactar estas líneas), pero el sentido de lo dicho puede asumirse como parcialmente verdadero, y hay que aceptar el enunciado. Desde luego, este caso merecería algunas precisiones, porque vivimos en un mundo complejo, porque la enfermedad y el virus que la causa lo son y porque, según los expertos, aún resta mucho tiempo antes de que la situación mejore de modo sustancial. Como siempre, conviene estar atentos al contexto de la exageración y a discernir entre exageración y falacia, y entre exageración y sofisma.
¿Y qué hay de las exageraciones de sentido inverso? Son las que en vez de aumentar, disminuyen o expresan lo contrario de lo que en verdad significan. Así, decir que algo no está mal significa decir que está bien. Se trata de un recurso suavizante, atenuador, que apela a expresiones o perífrasis lo suficientemente claras como para que sentido e intención queden asentados. En retórica, la figura se llama lítote o litote.
Quizá no le falte razón (← aquí hay uno) a quienes postulan que es propio de nuestra época: un síntoma del temor a la verdad. No obstante, considerado desde otra perspectiva, los lítotes pueden comprenderse como facilitadores de la comunicación en sociedades que se quieren civilizadas. Siempre es menos bestial (← otro) decir de alguien que no es inteligente que asegurar que es un imbécil. Cuando se trata de poderosos, hasta resulta más elegante.
Leonardo Rossiello Ramírez
Nací en Montevideo, Uruguay en 1953. Soy escritor y he sido académico en Suecia, país en el que resido desde 1978.
Me pregunto si habrá algo de litote en Escandinavia? Un texto maravilloso!
Bueno… tal vez exagere con lo de maravilloso… o tal vez mentí, una piadosa mentirita. No, no he mentido para nada, ha sido un textazo. Esa cualidad que tienen los uruguayos pa la reflexión y la escritura. 🙂
Ahí te mandaste una hipérbole, Luis! Siempre generoso, tú, maestro grande de la retórica, y alentador como pocos. Muchas gracias.