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Flacos, gordos

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Flacos, gordos

José da Cruz | Política y sociedad / INCONFIDENCIAS

En un artículo de BBC Mundo se indica que la cifra de obesos se incrementó de 105 a 641 millones de personas en los últimos 40 años, triplicándose en hombres y duplicándose en mujeres.

Por otra parte, el 16 de julio se publicó el informe anual sobre nutrición de las Naciones Unidas, cuya conclusión, una vez quitado el edulcorante diplomático, es que el hambre en el mundo aumenta, y en especial lo ha hecho desde 2015, manteniendo el mismo ritmo de crecimiento que la población mundial. Resumen: las campañas contra el hambre no han dado resultado y el número de personas con hambre crónica ronda los 900 millones.

Asia, América Latina y el Caribe tienen alrededor del 8 por ciento de población desnutrida; África, casi el 20. por cada cien desnutridos en el mundo pobre, hay uno en el mundo rico.

Los datos están ahí, pero la realidad, como una mala película, cansa y aburre. Lo extraordinario se hace cotidiano y acaba por transformarse en ruido blanco. Si no vemos solución, el problema desaparece, se acepta como normal. Un avión se estrella, mueren 250 personas y la noticia se destaca en la prensa del mundo entero, pero cada día mueren de hambre 25 000 personas, equivalentes a cien aviones. Día tras día, mes tras mes, año tras año, veinticinco mil personas por día, la mayoría niños. Día tras día, mes tras mes, 25 000 personas mueren de hambre.

De todos modos, nunca ha habido tal abundancia de alimentos, pero no se consideran un derecho universal sino una mercancía: no hay plata, no hay solución.

En el otro platillo de la balanza estamos los gordos, campeones del peso arrollador que inclinamos el aparato hacia nuestro lado violentamente y con resultados también desastrosos: hipertensión, diabetes, infartos, dependencia, tristeza y la angustia muda de quien se siente permanentemente culpable. No conozco gordos alegres de gozar con la comida, salvo en anuncios de chancherías, y actualmente ni eso, pues es políticamente incorrecto.

Tuve un amigo que llegó a pesar 185 kilos. Llevaba una vida socialmente normal y estaba acostumbrado a que la gente lo mirara en la calle, discreta o abiertamente. Dietas, tratamientos, psicólogos y cuanto probó, rebotaban en sus rollos. Un día hablamos del problema de tener una apariencia diferente al modelo, y le pregunté cómo se sentía él, pues yo mismo, con la mitad de ese peso, ya me sentía observado y discriminado. «¿Pensás que no sé que soy un monstruo? Hay que ser muy fuerte para aguantar vivir así». Esa era su realidad.

Peor, mucho peor es el sufrimiento de las pobres gordas. Discriminadas en el trabajo, en la vida de relación, presionadas por las imposiciones de la moda y los hábitos machistas, les tocó ser más fuertes que los gordos para resistir.

Alguna vez leí que en Irlanda, el personal de enfermería se quejaba de que las agujas hipodérmicas eran muy cortas. Las nalgas son el lugar idóneo para recibir inyecciones, pero también un destino privilegiado para la acumulación de grasa. Las agujas no logran atravesar la manta adiposa de los pacientes obesos, cuyo número aumenta aceleradamente.

Hay muchísimos gordos. Según la Organización Mundial de la Salud, desde 1975, la obesidad se ha casi triplicado en todo el mundo. En 2016, más de 1900 millones de adultos tenían sobrepeso, de los cuales más de 650 millones eran obesos. Es decir, el 40 por ciento de la población mundial anda por ahí cargando con un montón de kilos de más, inútiles y mortalmente amenazantes. El fenómeno se manifiesta ya en la niñez y tiene más causas culturales que biológicas.

Es fácil apiadarse del desnutrido y explicar su condición por las injusticias sociales. Nadie podría negar tal relación. Sin embargo, el gordo se supone víctima de bajas pasiones, cuanto más bajas mejor, un individuo pecador por gula y con su propio castigo, corporizado.

Desde la antigüedad, toda intemperancia es hybris y desafía a los dioses. Veámoslo dialécticamente, y desnutrición y obesidad aparecerán como las caras de la misma moneda de una crisis civilizatoria.

En los últimos cincuenta años han cambiado en todo el mundo los hábitos de vida, especialmente alimenticios. Se habla de una «occidentalización» de la dieta, a lo que incluso han colaborado las campañas contra el hambre. En esos años se desarrolló la agricultira industrial con el despojo de las tierras de los campesinos, la uniformización de los cultivos y el uso masivo de agrotóxicos. No es casual que en estos años hayan aumentado el hambre y la obesidad. Harinas, azúcar y grasas llenan la barriga a bajo costo y son productos de transnacionales. El fenómeno se encuadra en la globalUSAción.

Otro factor de importancia en el cambio de hábitos es la propaganda. La propaganda de alimentos y bebidas es constante y gigantesca. La exposición de alimentos en todo tipo de medios es realmente acosadora y obscena. Junto al cuerpo como producto generado por la farmacia, la cosmética y la moda, su presencia es obsesiva.

Comer ya no significa alimentarse. Para la mayoría de la población mundial que tiene medios para escoger sus alimentos, es un marcador de identidad y estatus, como lo eran para la gente «educada» las reglas de etiqueta. Comer juntos es importante recurso social y estrategia fundamental en los negocios. Salir a comer es una actividad recreativa, incluso como parte del cortejo amoroso.

La comida real o virtual llena nuestras calles. Entre usted a una librería y verá una mesa llena de libros de cocina. Hay canales de televisión dedicados a la gastronomía a horario completo y entre los cocineros y cocineras surgió una élite con aspiraciones de ídolos de masas.

El mercado es implacable y nuestra salud y felicidad poco importan si no se miden en dinero. La angustia del desnutrido y del obeso ante el martirio de comer es permanente y no se toma en serio. A la vista está.

¿Por qué no prohibir la propaganda de alimentos como se hizo con el tabaco? No. Todo el día se incita a morder, chupetear, saborear, probar con el dedo, masticar, tragar, disfrutar, lambisquear, partir, pinchar, cucharear, olfatear y entrar en éxtasis. Eso sí: a la vez haga yoga, pilates, liam qung, calistenia, coma vegano, vaya al sauna, practique trekking, joggimg, alterofilia, body building, maratones y meditación trascendental. Queme toda la energía posible para mantener el ritmo del consumo. Si le da el tiempo, también viva.

El remedio a todo esto no es fácil, y menos fácil aún es terminar esta nota con elegancia y dejarle, ¡oh lectora!, ¡oh lector!, un mensaje de fe, esperanza y caridad, que no se limite a repetir «qué mal que está el mundo y que horrible es todo». Seguimos vivos, y eso ya es ganancia. Ándele, vaya al refri y consígase una cosita rica…


José da Cruz

Geógrafo especializado en desastres, además de escritor y periodista.

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