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La memoria de lo inaprensible. Intimidades preservadas, recuerdos difuminados e historias en la Historia de La borra del café

Ensayo Especial Benedetti

La memoria de lo inaprensible. Intimidades preservadas, recuerdos difuminados e historias en la Historia de La borra del café

-Giuseppe Gatti Riccardi | ENSAYO

Qué misterio representa la escritura, capaz de
vincular lo más remoto con lo más íntimo.
Ricardo Menéndez Salmón, No entres dócilmente en esa noche quieta/

Dudo acerca de si lo que escribo fue cierto
o es algo que yo imagino. Me confundo,
borro lo escrito, recomienzo.
Vamos al origen, me digo, es allí donde hay que empezar.
Pero ¿qué es, cuál es el origen?
Carlos Liscano, Los orígenes

I – A modo de breve introducción: la metafísica de la imposibilidad

El marco cronológico en el que se sitúa la redacción de La borra del café (1992) es el de la narrativa tardía de Mario Benedetti, por publicarse la novela entre Despistes y franquezas (1989) y las dos ficciones con las que se cierra la producción benedettiana del siglo XX, Andamios y Buzón de tiempo, respectivamente de 1996 y 1999. El texto –que pone en evidencia una evolución formal con respecto a la narrativa de los años sesenta y setenta, inaugurada con la publicación de Montevideanos (1959)– es una muestra clara del tránsito del autor de la percepción del ejercicio literario como una actividad ideológicamente comprometida a una nueva consideración del arte de escribir como un «espacio de representación de lo íntimo». Es precisamente entre finales de los años ochenta y comienzos de la siguiente década cuando se hace más patente en la obra de ficción benedettiana el pasaje «de una visión comprometida de la literatura, por la que la palabra debe golpear la conciencia y ser herramienta para forjar el futuro, a otra más intimista, en la que el oficio [de escribir] se presenta como solitario ejercicio de la memoria que nos ayuda a luchar contra la nada» (Noguerol Jiménez, 2001: 33-34).

Tal como había ocurrido en La tregua (1960), en Gracias por el fuego (1965) o en Primavera con una esquina rota (1982), también La borra del café logra mantenerse anclada a una estructura conceptual apoyada en la reflexión psicológica expresada de una forma sencilla y accesible. Sobre la base del propósito firme y reiterado de simplificar el lenguaje, Benedetti propone «un análisis psicológico, que suele ser fino y sagaz, y un atisbo de la angustia metafísica del hombre en ausencia de Dios. Pero es en el ejercicio de un lenguaje aparentemente antipoético, sin brillos espectaculares, acaso vinculable a la tradición del sencillismo, donde se encuentra el aspecto más creador de su obra» (Recioy, 2001: 80). La novela de Benedetti se coloca, así, en el marco de aquellos textos de ficción centrados en un lenguaje directo, cargado de significaciones y aferrado a un cierto realismo sentimental en el que la melancolía inicial de los personajes escépticos que poblaban los relatos de la primera etapa creativa se convierte en la inquietud agónica de unos seres que toman plena conciencia de la complejidad de la existencia.

A partir de un cuadro ideológico que puede verse como un alegato contra el olvido, y que muestra como «por debajo de la línea argumental fluye un pensamiento a la vez lúcido y melancólico, que se angustia ante la vejez, la soledad, la muerte y la mezquindad de los destinos mediocres» (Recioy, 2001: 81), se intentará una aproximación a La borra del café como a una ficción que plantea entre líneas el motivo de la «reiteración de la imposibilidad». Lo que se pretende subrayar es la presencia en la novela de una estructura temática en la que la descripción diacrónica de las experiencias vitales del joven protagonista, Claudio, se apoya en un conjunto de movimientos que trazan el perfil de una serie de «tareas inconclusas», o condiciones existenciales inalcanzables, o esperanzas irrealizables. El hilo temático de la novela remite a una reflexión doble de matices nostálgicos y sentimentales acerca del paso del tiempo y de la persistencia de la memoria apoyada en la moral social mesocrática dominante en el país. A partir de un plot narrativo que ensalza la «medianía oriental» como rasgo constituyente de la subjetividad nacional, el relato se construye sobre un conjunto de imposibilidades o tareas quiméricas, es decir, sobre la esperanza de los personajes de poder llevar a cabo planes de vida o simples iniciativas puntuales que acaban en fracasos totales o parciales.

Paralelamente a la comprobación de la imposibilidad de realizar ciertas «tareas de rescate» (el regreso imposible a los espacios físicos de la infancia tal y como eran entonces; la recuperación, igualmente no realizable, del entramado de relaciones sociales y de amistad que habían marcado los primeros años de vida del protagonista; el retorno a los años en que la madre del joven aún estaba viva; la recuperación de las sensaciones de amparo e, incluso, de desprotección asociadas a la edad pueril) se añade otro eje temático que dialoga con el anterior y que remite a la idea de la velocidad del transcurrir del tiempo asociada a la desestructuración del cronotopo de una Edad de Oro presunta o real. Estos dos motivos (la recuperación de momentos y situaciones existenciales desvanecidos y la fugacidad de las distintas etapas de la existencia) establecen a su vez un diálogo intertextual con aquella frondosa rama de la tradición literaria nacional centrada en la representación ficcional de tareas estériles, infructuosos planes de rescates de lo perdido y proyectos vanos, tal como ocurre –con distintos matices– en El habitante (1970), de José Pedro Díaz, El museo de los esfuerzos inútiles (1983), de Cristina Peri Rossi, Cuando ya no importe (1993), de Juan Carlos Onetti, Invención del pasado (1996), de Miguel Ángel Campodónico, El autor de mis días (2000) de Hugo Burel o Aimarte (2003) de Leonardo Rossiello Ramírez, entre muchos otros casos posibles. En las páginas que siguen se intentará reconstruir el discurso de la «reiteración de la imposibilidad» a partir de la identificación de tres macroáreas de acción en las que los protagonistas de la ficción se ven involucrados; definiremos estas áreas de acción con el término de dimensión.

II – Dos guaridas salvíficas y precarias: los nidos de Capurro

La primera dimensión es la de la intimidad, que remite a distintos grados de imposibilidad en la tarea de aprehender y preservar el cronotopo existencial en el que se desarrollan los primeros años de vida de Claudio. A lo largo de todo el hilo narrativo se repite el motivo de la «morada perdida», es decir, se plantea la imagen del hogar como un espacio de sosiego temporario y siempre destinado a cambiar, como consecuencia de los continuos traslados de un apartamento a otro a los que el pequeño protagonista y su hermanita se ven obligados como efecto de necesidades laborales de la familia. No se trata tanto de planear la idea de una «no pertenencia a un lugar», cuanto –más bien– de reflexionar sobre un nomadismo urbano asumido como destino, sobre una realidad biográfica «hecha de fronteras [urbanas] difuminadas, viajes de ida y vuelta, vagabundeos iniciáticos» (Aínsa, 2012: 69). En el marco de esta aventura fundacional del desarraigo, la llegada del momento en que, finalmente, una de las casas se vuelve para Claudio un «espacio propio» remite a la experiencia del ser humano en el momento en el que establece una relación de confianza con el micromundo en el que logra instalarse. El momento en que el joven protagonista consigue sentir la «seguridad de la primera morada» coincide con la creación de un universo idílico:

de todas las casas que hasta entonces habíamos ocupado, la de Capurro fue la primera que significó un mundo para mí, un espacio propio, […] Allí había varios árboles, con sus correspondientes pájaros. El más cercano era una higuera […] Aquella enorme y hospitalaria higuera era nuestro puente: a través de sus ramas acogedoras yo ingresaba al territorio de mi primo Norberto, o él se introducía en mi cuarto (Benedetti, 1992: 35).

En el texto, la alusión explícita a la asociación entre «hogar» y «mundo de referencia» remite a los estudios de geopoética de Gaston Bachelard y, en particular, a la imagen que el filósofo francés ofrece del nido como espacio que no conoce la hostilidad del mundo; para un niño, la primera morada es como el nido, pues este último «es precario y, sin embargo, pone en libertad dentro de nosotros un ensueño de seguridad. ¿Cómo es posible que su fragilidad evidente no detenga semejante ensueño?» (Bachelard, 2005: 136). Lo que ocurre, tanto en los nidos de los pájaros como en las «primeras moradas» de los seres humanos, es una coincidencia en la forma de sentir: el ser humano revive en la casa que siente como propia una especie de ingenuidad que dialoga con el instinto de confianza del pájaro.

La relación que se establece entre el joven y su espacio doméstico es tan intensa que Claudio es capaz de establecer un contacto táctil entre las paredes del apartamento y sus manos: «la casa tenía un paisaje y también tenía un tacto. […] Tocar la casa, palpar sus paredes, sus puertas, sus ventanas, sus pestillos, contar sus escalones, abrir sus armarios, todo eso era mi forma de poseerla» (Benedetti, 1992: 37). Tocar las paredes de la casa y reconocer sus formas es una manera para «construir el relato» de la existencia: a través del tacto, Claudio despliega su propio espacio biográfico de una forma más intensa que sirviéndose sólo de los ojos, es decir, construye su propio relato existencial a partir del contacto físico con el mundo a su alrededor. Su interacción tangible, a través de los dedos, responde a la necesidad de no olvidar y de construir una narración de lo vivido, pues el yo «pone en forma –y, por ende, en sentido– esa incierta vida que todos llevamos, cuya unidad, como tal, no existe por fuera del relato» (Arfuch, 2013: 75).

Siempre en este primer marco relacionado con la dimensión de la intimidad, y con la «incierta vida» a la que alude Arfuch, se inserta lo que podría identificarse como el motivo «del segundo caparazón». Se pretende aludir con este término al segundo nivel de protección que el espacio le brinda al protagonista: se trata de los lugares públicos del barrio de Capurro, un reducto popular que se convierte en un espacio profundamente entrañable, asido a la noción de identidad unívoca, en el que se forja un intenso sentido de pertenencia: «Sí, Capurro era un bolsón barrial, casi una republiquita. Por algo la tendencia de sus habitantes era quedarse allí, expatriarse lo menos posible de aquel entorno familiar donde cada esquina, cada almacén, cada bar eran como habitaciones de la casa» (Benedetti, 1992: 45).

Sin embargo, el destino de los habitantes de aquellas áreas entonces suburbanas no consistía simplemente en vivir enclaustrados en el barrio: a veces los parroquianos de Capurro salían de su barriada apacible y, su traslado hacia el centro de la ciudad se convertía en una suerte de «viaje al extranjero». Claudio solía hacer ese viaje generalmente en compañía de su padre, suerte de Virgilio oriental que lo guiaba por los bulevares bulliciosos del centro de la capital. Se crea así en el texto una clara oposición entre Capurro, caparazón barrial y cofre protector, y el cosmopolitismo del Centro y del Cordón, ambos salpicados de grandes cafeterías en las que las tertulias se focalizan en asuntos futbolísticos.

En el desarrollo diacrónico de la trama, se puede comprobar cómo el pequeño Edén barrial va desmoronándose a medida que pasan los años; el derrumbe del espacio idílico que la memoria intenta preservar es –a nuestro parecer– la consecuencia de dos factores, uno interno y otro externo. En lo que al motivo exógeno se refiere, cabe aquí recordar el proceso paulatino de desarticulación del cuerpo urbano de Montevideo, en el que la expansión descontrolada de algunas áreas y la destrucción de los vestigios asociados a la topografía histórica ciudadana se han sumado a una desidia urbanística que ha convertido ciertos entornos urbanos en «zonas carcomidas». Las relaciones de cercanía que existían en las áreas barriales –y que los distintos narradores en el plano textual se encargan de subrayar– desaparecen, quebrando las formas de convivencia de vida del pasado; así lo señala Fernando Aínsa en su ensayo Espacios de la memoria: «La pasada estructura y organicidad de la ciudad, sus calles y barrios, percibida en relación interdependiente con la propia funcionalidad corporal de sus habitantes, ha fragmentado en apacibles o crispadas relaciones un todo, donde ya no es posible recomponer el bucólico vecindario de ciertos barrios» (Aínsa, 2008: 44).

En cuanto al «factor interno», el barrio fantasmal que va lentamente dibujándose en la memoria de Claudio es el resultado de un proceso de la mente que, en sus evocaciones, ya no es capaz de discernir distancias y cercanías, ni le permite al adolescente ver con «sus ojos de entonces». Las imágenes de la infancia se hacen borrosas no solo como consecuencia del traslado de Claudio y su pandilla de amigos a otras áreas urbanas, sino también como efecto de un proceso selectivo en el que el joven despliega con dificultad nuevas perspectivas que tratan de dar sentido y asidero individual a un ser humano que busca un nuevo arraigo.

El regreso al espacio de la infancia, en las pocas ocasiones en las que ocurre, se convierte en una desconsolada comprobación del desgaste que el barrio ha padecido tanto en lo que se refiere al entramado social, como a la desestructuración del modelo familiar y casi pueblerino que había permanecido intacto hasta comienzos de la década de los años cuarenta del siglo XX: «el parque padecía un ominoso abandono municipal y en las cercanías de la zona se habían instalado varias fábricas y plantas industriales, con las que el paisaje humano se había modificado y el barrio había perdido su intimidad colectiva» (Benedetti, 1992: 93). El estado de abandono de los espacios lúdicos de la infancia, unido a la modificación del trazado callejero del barrio y sobre todo a la desaparición de los lazos interpersonales (metaforizada por la desaparición de la planta de higos cuyas ramas servían de puente entre la ventana del altillo de Claudio y la de la casa de su primo) confirman la imposibilidad del regreso y ratifican lo inviable que se ha vuelto el reingreso en el paraíso subjetivo de la niñez.

III – La construcción de verdades no confiables a través del recuerdo

Tanto la imagen del nido en calma como la de la vieja casa que garantiza seguridad y protección van tejiendo sobre sus habitantes la densa tela de la intimidad y, pasados los años, van consolidando la necesidad de la evocación nostálgica de la morada. No es casual que, a lo largo de la narración, una de las obsesiones recurrentes de Claudio consista precisamente en llevar a cabo unos intentos de recuperación –a través de la memoria– de esa dimensión perdida de la intimidad, tanto familiar como barrial. Ahora bien, cabría preguntarse no solo qué grado de transparencia atribuye el protagonista al relato que construye, sino también cuánto de su existencia y de su propio yo son el efecto de una memoria confiable y fiel a los acontecimientos, y cuánta parte de esta reconstrucción, en cambio, es el producto de una narración descentrada respecto de lo real y, por ende, distorsionada. En la novela, la recuperación de hechos pretéritos pertenecientes al espacio biográfico individual no existe por fuera del relato de los mismos personajes, lo que engendra en el lector la duda de que el relato no sea meramente representativo de los acontecimientos del pasado sino narrativo, es decir, configurativo (o sea, la historia sería un resultado de la narración). Sin embargo, hay que admitir que

no hay un sujeto o una vida que el relato vendría a representar -con la evanescencia y el capricho de la memoria-, sino que ambos (el sujeto y la vida) en tanto unidad inteligible, serán un resultado de la narración. Antes de la narración -o sin ella- solo habrá ese sordo rumor de la existencia, temporalidades disyuntas en la simultaneidad del recuerdo, la sensación, la pulsión y la vivencia (Arfuch, 2013: 75).

En ambos casos, bien admitiendo que el relato sea solo representativo de los acontecimientos del pasado, bien reconociendo en él un afán narrativo (es decir, configurativo), los intentos de rememoración del joven –como posibles «caprichos de la memoria»– se vuelven a colocar en el marco de las reflexiones geopoéticas que insisten en la comparación entre la casa y el nido. En palabras de Bachelard, «si se vuelve a la vieja casa como se vuelve al nido, es porque los recuerdos son sueños, porque la casa del pasado se ha convertido en una gran imagen, la gran imagen de las intimidades perdidas» (Bachelard, 2006: 134). Ahora bien, la asociación que plantea Bachelard acerca de los «recuerdos que se vuelven sueños» es la clave de acceso al segundo nivel de nuestro análisis, en el que trataremos de comprobar el grado de confianza que hay que concederle a la memoria.

Este segundo nivel de análisis remite a la que podría definirse como dimensión de la memoria no confiable. Todo el texto está construido sobre el tema del grado incierto de fiabilidad del recuerdo. El doble punto de vista de la narración contribuye a la indeterminación de lo narrado; las informaciones se transmiten al lector por medio de canales diferentes de comunicación: o bien gracias a las palabras de una narrador homodiegético (el propio Claudio) que relata lo acontecido en primera persona, o bien gracias a la intervención de un narrador omnisciente que utiliza la tercera persona para contar los hechos, o bien a través de la lectura de los fragmentos del diario que compone Sergio, el padre de Claudio, y a los que se le da el nombre nada casual de borradores. ¿Puede la escritura de unos cuadernos, como en el caso de los borradores paternos, atrapar lo real? ¿o no será acaso la escritura un «oficio imposible porque se vale de un instrumento tan imperfecto como el lenguaje» (Noguerol Jiménez, 2001: 41)? La pluralidad de voces contribuye a engendrar la sensación de que el recuerdo no respeta con fidelidad la esencia de los hechos ocurridos; en un diálogo que el pequeño Claudio mantiene con Mateo, joven hombre ciego y principal confidente del niño, la indefinición acerca del grado de fiabilidad de lo narrado se hace patente: «¿no te pasa que a veces recordás algo que ocurrió, pero no como evocación directa de tu memoria, sino porque el episodio viene siendo repetidamente narrado, a través de los años, por tu madre o por tu padre? Al final, asumís tu papel como protagonista de esta historia contada, pero no desde el interior de ese protagonismo que alguna vez tuviste» (Benedetti, 1992: 40-41).

En el momento en el que se plantea la duda acerca de cuánto de lo rememorado resulta fiel a lo ocurrido, el texto se convierte en una gran pregunta que puede resumirse en averiguar qué es lo que podemos retener del pasado. O en comprobar también cuánto se pierde y cuánto se oculta en los pliegues de la percepción subjetiva de la experiencia individual. La organización del recuerdo se construye sobre la duda constante acerca de si lo escrito es la transposición a la hoja de papel de algo cierto y real o si, en cambio, es solo el producto de la imaginación. La construcción conceptual que reside en la novela de Benedetti es la misma que plantea unos años después Carlos Liscano, quien, al recuperar la memoria de su infancia y juventud en Los orígenes, observa lo siguiente: «el riesgo hoy, a tanta distancia, es que mis padres sean una construcción mía y no lo que ellos de verdad fueron. Pero no hay solución. Nadie es un relato ajeno, ningún relato conseguirá atrapar la vida de una persona» (Liscano, 2019:16).

En La borra del café, cuando las inquietudes de Claudio, ya veinteañero, se extienden a asuntos de tipo moral (el joven, ante el bombardeo estadounidense de la ciudad de Nagasaki, siente la profunda congoja por los millones de muertos y por la imposibilidad de intervenir en el curso de la historia) se acrecientan también su desasosiego anímico y su incertidumbre acerca de cuán fidedigna puede ser su construcción personal del pasado; el protagonista se pregunta qué es lo que ha podido rescatar de su infancia, a través del ejercicio de la memoria, y cuánto, en cambio, se ha perdido por culpa de la erosión del recuerdo que provoca el olvido:

estaba algo así como cautivo de mi infancia en Capurro y sin embargo no había vuelto allí. Era un exiliado de Capurro. Ahora bien, aquel bolsón barrial ¿estaba constituido primordialmente por el parque, la cancha del Lito, la higuera en mi ventana? o ¿era mucho más las gentes que allí había frecuentado, las que todavía recordaba y acaso más aún las que había olvidado? (Benedetti, 1992: 154).

La duda acerca de la cantidad y la calidad del bagaje existencial que se ha extraviado con los años hace que Claudio se pregunte desde su presente si acaso su verdadero Capurro no sea tanto el conjunto de los lugares físicos que frecuentaba, sino más bien lo abstracto, las sensaciones, es decir, ciertas dimensiones intangibles, como sus conversaciones con el ciego Mateo o el recuerdo casi táctil de los brazos acogedores de su madre que le transmitían continuamente un soplo de ternura que el joven ya ha perdido. El retorno a la infancia, al espacio existencial de sus primeros años de vida, provoca en él una doble sensación: por un lado, siente que todo ejercicio de rememoración le proporciona un regreso al lugar donde por primera vez sintió la «función de habitar»; o sea, desde el hic et nunc de su presente intenta sobreponerse a su propia crisis de estabilidad a través de un intento ex post de abolición de las distancias anímicas.

Por otro lado, el regreso al «mundo protegido», a través de la memoria, es un ejercicio de rescate que muy a menudo mezcla y confunde el recuerdo y el sueño. En el regreso a la «primera morada» (entendida, en este caso, como casa y como barrio) «el signo de retorno señala infinitos ensueños, porque los retornos humanos se realizan sobre el gran ritmo de la vida humana, ritmo que franquea años, que lucha por el sueño contra todas las ausencias» (Bachelard, 2006: 133). Con la excepción de contadas ocasiones, el retorno de Claudio a su doble guarida (casa y barrio) acontece de una forma inmaterial, a través del rescate del pasado que la memoria le permite. Y sin embargo, ¿cuánto de lo que el joven nos narra es, en efecto, solo una interioridad humanizada?, ¿cuánto, en cambio, es una arquitectura congelada en el recuerdo?, y finalmente, ¿cuánto pesa en su representación la dimensión material de lo vivido? La ciudad de Montevideo que él rememora y describe es un paisaje íntimo y se vuelve una «urbe subjetiva» en la que se comprueba una continua oscilación entre topografía objetiva, vivencia y nostalgia.

En este proceso de rememoración y reconstrucción, se puede observar –además– un paralelismo con el proceso de escritura que pretenda edificar un espacio urbano en la ficción a partir del espejo de la memoria del autor; así lo interpreta Carlos Martínez Moreno, cuando observa que la ciudad que se configura en la literatura y en la memoria «no es la que tenga la palmaria verificación de su geografía demostrable, la descripción de sus plazas o paseos públicos; es la ciudad incorporada como paisaje íntimo, como presupuesto de una situación física y espiritual, tal vez una ciudad subjetiva» (Carlos Martínez Moreno 1960: 51). La ciudad de geografía demostrable se aproxima y se aleja del paisaje íntimo de la rememoración y este movimiento pendular no solo hace desconfiar en la reconstrucción del Montevideo de antaño sino que dificulta el regreso a un pasado objetivo. No obstante, la incorporación de la ciudad como paisaje íntimo se suma, en la novela de Benedetti, a un conjunto de reflexiones de carácter histórico que funciona como «escenario de fondo» de la trama y que pone en relación la percepción subjetiva del entorno con los acontecimientos de la Gran Historia universal. Es precisamente esta relación la que nos ocupará en el apartado que sigue.

IV – El payaso se defiende de lo real

La tercera dimensión que se relaciona con el esquema de «reiteración de la imposibilidad» presente en la novela es la dimensión histórica. En un escenario sociopolítico e histórico concreto, anclado a eventos que han marcado la historia occidental (rioplatense en particular) durante los años treinta y cuarenta del siglo XX, se desarrolla una serie de acontecimientos que remiten o bien a la presencia alemana en el puerto de Montevideo durante la Segunda Guerra Mundial (el comandante del acorazado Graf Spee, Langdorff hace hundir su barco mar adentro, unas tres millas de la bahía, provocando una detonación que –según nos relata Claudio– sacude los antiguos edificio de la Ciudad Vieja), o bien a los recientes triunfos de la selección celeste de fútbol (en los Juegos olímpicos de 1924 y 1928 y en la primera Copa del Mundo de 1930), o bien a la descripción del flujo migratorio de mujeres de Europa del este que llegaban al Río de la Plata para ofrecer su trabajo como criadas a las familias pudientes de Montevideo. La reconstrucción en el nivel ficcional de estos eventos históricos permite una superposición deliberada no solo entre la geografía personal y la historia demostrables, sino también entre los espacios urbanos tangibles, en los que el presente histórico se instala como permanencia, y la percepción subjetiva que del narrador se transfiere al receptor.

Ahora bien, el proceso de rememoración y reconstrucción en el texto se desarrolla siempre manteniendo el humor como tono esencial de fondo, según un modelo idiosincrásico de la narrativa benedettiana por el que la literatura se concibe como un ejercicio capaz de responder a través del humor a las dificultades que el ser humano encuentra en la vida diaria. Ya el dramaturgo noruego Enrik Ibsen, después de haber sostenido que la pretensión de vivir una vida verdadera no es otra cosa que el «sueño de un megalómano», había añadido que –a pesar de todo– esa megalomanía se hace necesaria si el individuo quiere vivir una existencia plena y auténtica. Claudio Magris retoma esta reflexión algo oximorónica y considera que tanto la fe como la literatura son dos ámbitos en los que la megalomanía se cobija naturalmente; en particular, la literatura, cuando se ve sitiada por lo real, es capaz de responder

con una vital, libertadora y irreductible irreverencia, un excelente antídoto contra la prosopopeya de la realidad y de la sociedad que, si bien injusta, pretende ser obsequiada y respetada. […] En la auténtica literatura casi siempre existe un elemento clownesco, que desbarata –festosa, dramática, trágica y cómicamente según los casos– todo sistema anquilosado y codificado (Magris, 2020: 17).

Esta tercera dimensión es la que pone de relieve con mayor evidencia la importancia de quitarle el peso a lo real, para convertir la tarea de vivir en una práctica más liviana y llevadera. La figura de Juliska, la mujer montenegrina empleada en la casa de Claudio, responde a la necesidad aludida por Magris de insertar en la literatura un elemento clownesco, capaz de desbaratar –a veces trágica y otras cómicamente– el sistema opresivo que la realidad construye alrededor del ser humano. La lengua utilizada por la mujer, un castellano básico en el que todos los sustantivos femeninos se vuelven masculinos y viceversa, representa el elemento humano que inserta el humor en el texto y que permite la «desenvoltura lúdica, […] la conciencia de la relatividad histórica, […] la distancia con que se miran los propios reflejos en un espejo deformante» (Aínsa, 2012: 45). Asimismo, a este idiolecto que mezcla la sintaxis serbia con el léxico rioplatense despreocupándose de los géneros gramaticales, se suma la autoironía del propio Claudio; ante el recuerdo de su estreno sexual con Natalia, la joven chilena que alquila una de las habitaciones de la casa paterna, surge la ocasión de un diálogo con Juliska en el que ambos personajes adquieren ese papel clownesco al que alude Magris, necesario para sobreponerse a lo real: «Frecuentemente soñaba con ella [Natalia] y, claro, las sábanas sufrían las consecuencias. La marcación de Juliska era implacable: ´Ustedes dejar sábanos mucho sucio con porquerrío. Una conseja: mejor usted vaya de putos´. Ahí me apresuraba a rectificarla: ´Vamos, Juliska, querrá decir de putas´. ´Usted saber´» (Benedetti, 1992: 99).

Si bien la lógica de la «reiteración de la imposibilidad» en esta tercera dimensión resulta matizada precisamente gracias al humor que subyace a la anécdota textual, sin embargo, la imposibilidad de alcanzar un objetivo existencial clave para los protagonistas se mantiene presente. En primer lugar, la fiel criada montenegrina cae en la doble y paradójica nostalgia de quien extraña su tierra de origen y de quien es, al mismo tiempo, incapaz de regresar a su patria, por haber ya consolidado sus lazos afectivos en el lugar de acogida. De este modo, a comienzos de los años noventa del siglo pasado, en una etapa de la historia humana en la que todavía no se habían afirmado los mundos virtuales del espacio cibernético que hoy en día permiten el actual «nomadismo tecnológico», Benedetti construye un personaje clownesco y entrañable que se ve obligado al aprendizaje de la otredad a lo largo de un proceso psicológico en el que tienen cabida tanto la secreta nostalgia por el mundo perdido como la toma de conciencia de la imposibilidad del retorno.

Del mismo modo, la imposibilidad de conseguir un estado de plenitud anímica afecta al propio Claudio, que experimenta un estado de «errancia sentimental», perseguido durante años por el recuerdo y las súbitas apariciones de Rita, muchacha huidiza e inalcanzable de cuya existencia en el espacio biográfico del protagonista el lector duda. Esta figura femenina, que Claudio logrará alejar de su vida solo después de una honda reflexión introspectiva, puede verse desde un doble sesgo de la mirada: en primer lugar, como parte de la «historia de una vida», la de Claudio; de ser así deberíamos aceptar –como lectores– su presencia como el resultado de una exposición fidedigna de los hechos por parte del joven.

Por otro lado, Rita podría ser una «ausencia», difuminarse hasta hacerse intangible y volverse una proyección de la fantasía que ocupa un lugar de enunciación habitado por el deseo. En este tambaleo interpretativo en el que se interna el receptor del relato, las súbitas apariciones de Rita y sus igualmente rápidas desapariciones de la vida del protagonista pueden llegar a interpretarse como el efecto de las diferentes situaciones de enunciación en las que se encuentra nuestro narrador homodiegético: de ahí que la consistencia de la joven se convierta en algo dudoso, como si en ciertos momentos su realidad como ser humano dependiera del papel configurativo del lenguaje. ¿Existe de verdad una Rita que seduce, provoca y desaparece? O ¿ha sido ella el efecto del rol configurativo de la palabra vuelta relato?

La duda permanece hasta el final, cuando su esencia casi fantasmal parece adquirir una consistencia tangible en el cuerpo de una azafata; una duda que persiste sobre todo si se considera que «la historia de una vida se presenta como una multiplicidad de historias, divergentes, superpuestas, donde ninguna puede aspirar a la mayor representatividad» (Arfuch, 2013: 75). Frente a la imposibilidad de todo movimiento regresivo que permita la recuperación de un sentido pleno de pertenencia espacial, frente a la fragmentación de la historia subjetiva en micro-eventos sin jerarquía, frente a la dificultad del mantenimiento de «lealtades anímicas locales» y frente a una identidad sentimental y emocional elegida como opción vital asumida en forma consciente y voluntaria, Claudio va armando unos componentes identitarios en los que intenta poner en relación el «tiempo propio», individual, con el «tiempo compartido» en el espacio local. En su condición de nomadismo identitario, el joven adquiere el papel de sujeto trashumante que acepta la imposibilidad del regreso al nido de la infancia así como reconoce lo inviable de la desgastadora y nunca estable relación con el fantasma de Rita.

De ahí que, para concluir, podría considerarse La borra del café como una ficción en la que su protagonista nos recuerda el principio heideggeriano de que «sin desorientación y sin pérdida, sin errar por senderos que se extravían en el bosque, no hay llamada, no es posible escuchar la auténtica palabra del ser» (Heidegger, 2001: 68).


Fotografía principal del archivo de la Fundación Mario Benedetti. Acompañado de su esposa Luz Lopez, en Cuba.

Bibliografía
1. Aínsa, Fernando (2008). Espacios de la memoria. Lugares y paisajes de la cultura uruguaya. Montevideo, Ediciones Trilce.
2. Aínsa, Fernando (2012). Palabras nómadas. Nueva cartografía de la pertenencia. Madrid, Iberoamericana editorial.
3. Arfuch, Leonor (2013). Memoria y autobiografía. Exploraciones en los límites. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.
4. Benedetti, Mario (1992). La borra del café. Madrid, Santillana Ediciones.
5. Bachelard, Gaston (2006). La poética del espacio. Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica.
6. Heidegger, Martin (2001). Caminos de bosque. Madrid, Alianza Editorial.
7. Liscano, Carlos (2019). Los orígenes. Montevideo, Fin de Siglo Editorial.
8. Magris, Claudio (2020). «All vita serve un clown». En La lettura, Milano, 31 de mayo de 2020, pp. 16-17.
9. Martínez Moreno, Carlos (1960). «Montevideo y su literatura». En Tribuna universitaria, número 10, diciembre de 1960, Montevideo.
10. Noguerol Jiménez, Francisca (2001). «El género de la hondura». En Mario Benedetti; Eva Guerrero; Francisca Noguerol Jiménez et al. Homenaje a Mario Benedetti. Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, pp. 31-44.
11. Recioy, Graciela (2001). «Mario Benedetti». En Alberto Oreggioni (edit.): Nuevo diccionario de literatura uruguaya, tomo I, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, pp. 79-85.

Giuseppe Gatti Riccardi

«Doctor Europeus» cum laude en Literatura Española e Hispanoamericana por la Universidad de Salamanca; Premio Extraordinario de Doctorado por la misma Universidad en el año académico 2010-2011. Es actualmente profesor a contrato de Literatura Española en la Universidad degli Studi Guglielmo Marconi (Roma) y de Literatura Española y Cuturas Hispánicas en la Universitatea de Vest de Timisoara (Rumania). Es coeditor de Cuadernos del Hipogrifo – Revista digital semestral de literatura hispanoamericana y comparada. Sus investigaciones se centran en la narrativa contemporánea hispanoamericana, con particular atención al contexto cultural de Argentina, Chile, Perú y Uruguay. Ha publicado diversidad de libros. En 2016 ha realizado la traducción al italiano de Polifemo, drama satírico en clave criolla, obra teatral inédita de Leopoldo Marechal. g.gatti@unimarconi.it

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