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Prólogo a Un sueño realizado y otros cuentos, de Juan Carlos Onetti

Ensayo Especial Benedetti

Prólogo a Un sueño realizado y otros cuentos, de Juan Carlos Onetti

-Mario Benedetti | ENSAYO

I

La atmósfera de las novelas y los cuentos de Juan Carlos Onetti, dominados y justificados por su carga subjetiva, estaba anunciada en una de las confesiones finales de El pozo: «Yo soy un hombre solitario que fuma en un sitio cualquiera de la ciudad; la noche me rodea, se cumple como un rito, gradual mente, y yo nada tengo que ver con ella». Ni Aránzuru (en Tierra de nadie) ni Ossorio (en Para esta noche) ni Brausen (en La vida breve), dejaron de ser ese hombre solitario, cuya obsesión es contemplar cómo la vida (la noche es un símbolo al que Onetti apela con frecuencia) lo rodea, se cumple como un rito y él nada tiene que ver con ella.

Cada novela de Onetti es un intento de complicarse, de introducirse de lleno y para siempre en la vida, y el dramatismo de sus ficciones deriva precisamente de una reiterada comprobación de la ajenidad, de la forzosa incomunicación que padece el protagonista y, por ende, el autor. El mensaje que éste nos inculca, con distintas anécdotas y en diversos grados de indirecto realismo, es el fracaso esencial de todo vínculo, el malentendido global de la existencia, el desencuentro del ser con su destino.

El hombre de Onetti se propone siempre un mano a mano con la fatalidad. En Para esta noche, Ossorio no puede convencerse de la posibilidad de su fuga y es a ese descreimiento que debe su ternura ocasional hacia la hija de Barcala. Sólo es capaz de una moderada -y equívoca- euforia sentimental, a plazo fijo, cuando querer hasta la muerte significa lo mismo que hasta esta noche. En La vida breve llega a tal extremo el convencimiento de Brausen de que toda escapatoria se halla clausurada, que al comprobar que otro, un ajeno, ha cometido el crimen que él se había reservado, protege riesgosamente al homicida mejor aún de lo que suele protegerse a sí mismo. Para él, Ernesto es un mero ejecutor, pero el crimen es inexorable mente suyo, es el crimen de Brausen. La única explicación de su ayuda a Ernesto, es su obstinado deseo de que el crimen le pertenezca. Lo protege, porque con ello defiende su destino.

La vida breve es, en muchos sentidos, demostrativa de las intenciones de Onetti. En Para esta noche, en Tierra de nadie, había planteado su obsesión, aquí, en cambio, intenta darle alcance. Emir Rodríguez Monegal («Juan Carlos Onetti y la novela rioplatense». Número 13-14, Montevideo, 1951, páginas 175-188) ha señalado que La vida breve cierra en cierto sentido ese ciclo documental abierto hace diez años por El pozo. El ciclo se cierra, efectivamente, pero en una semiconfesión de impotencia, o más bien de imposibilidad (no del novelista sino de su creatura, de ese constante Onetti de ficción que simultáneamente limita y da fuerza a sus novelas): el ser no puede confundirse con el mundo, no logra mezclarse con la vida. Pero de esa carencia arranca paradójicamente otro camino, otra posibilidad: el protagonista puede crear un ser imaginario que se confunda con su existencia y en cuya vida pueda confundirse. La solución irreal, ya en el dominio de lo fantástico, admite la insuficiencia de ese mismo realismo que parecía la ruta preferida del novelista y traduce el convencimiento de que ese realismo era, al fin de cuentas, un callejón sin salida.

II

Sin embargo, no es en La vida breve donde por primera vez Onetti recurre a este expediente. Paralelamente a sus novelas, el narrador ha construido otro ciclo, acaso menos ambicioso, pero igualmente demostrativo de su universo, de su problemática. En seis o siete cuentos -algunos de ellos acaso más logrados que sus novelas- repartidos en páginas y revistas literarias del Río de la Plata, Onetti ha desarrollado temas menores (en cuanto a su desarrollo conceptual, no a su profundidad) con indudable talento. Demostrando no padecer del defecto más difundido entre los narradores uruguayos, ha hecho cuentos con temas de cuento y novelas con temas de novela.

Es en Un sueño realizado, el más importante de esos relatos, donde recurre francamente a una solución de índole fantástica, y va en ese terreno más allá de Coleridge, de Wells y de Borges. Ya no se trata de una intrusión del sueño en la vigilia, ni de la vulgar pesadilla premonitoria, sino más bien de forzar a la realidad a seguir los pasos del sueño. La reconstrucción, en una escena artificiosamente real, de todos los datos del sueño, provoca también una repetición geométrica del desenlace. El autor elude expresar el término del sueño, ésta es en realidad la incógnita que nunca se explicita, pero que es posible despejar paralelamente al desenlace de la escena. En cierto sentido, el lector se encuentra algo desacomodado, sobre todo ante el último párrafo, que en un primer enfrentamiento siempre desorienta.

Desde el principio del cuento, la mujer brinda datos a fin de que Blanes y el narrador consigan reconstruir el sueño con la mayor fidelidad. Así recurre a la mesa verde, la verdulería con cajones de tomate, el hombre en un banco de cocina, el automóvil, la mujer con el jarro de cerveza, la caricia final. Pero cuando se construye efectivamente la escena, se agrega a estas circunstancias un hecho último y decisivo: la muerte de la mujer, que no figuraba en el planteo inicial. El desacomodamiento del lector proviene de que hasta ese momento la realidad se calcaba del sueño, es decir, que los pormenores del sueño permitían formular la realidad, y ahora, en cambio, el último pormenor de la escena permite rehacer el desenlace del sueño. Es este desenlace -sólo implícito- del sueño, el que transforma la muerte en suicidio. El lector que ha seguido un ritmo obligado de asociaciones, halla de pronto que este se convierte en otro diametralmente opuesto al enunciado por la mujer.

No es esta forzosa huida del realismo, el único ni el principal logro de Un sueño realizado. Cuando el narrador presenta a la mujer, confiesa no haber adivinado, a la primera mirada, lo que había adentro de ella «ni aquella cosa como una cinta blanduzca y fofa de locura que había ido desenvolviendo, arrancando con suaves tirones, como si fuese una venda pegada a una herida, de sus años pasados, para venir a fajarme con ella, como a una momia, a mí y algunos de los días pasados en aquel sitio aburrido, tan abrumado de gente gorda y mal vestida«, y agrega: «La mujer tendría alrededor de cincuenta años y lo que no podía olvidarme de ella, lo que siento ahora que la re cuerdo caminar hacia mí en el comedor del hotel, era aquel aire de jovencita de otro siglo que hubiera quedado dormida y despertara ahora un poco despeinada, apenas envejecida pero a punto de alcanzar su edad en cualquier momento, de golpe, y quebrarse allí en silencio, desmoronarse roída por el trabajo sigiloso de los días». Es decir que ésta también es una rechazada, alguien que no pudo introducir su soledad en la vida de los otros, pero sin que esto llegue a serle de ningún modo indiferente, sino que, por el contrario, le resulta de una importancia terrible, sobrecogedora.

Cuando ella le explica a Blanes cómo será la escena y concluye diciéndole: «Entretanto yo estoy acostada en la acera, como si fuera una chica. Y usted se inclina un poco para acariciarme», ella sabe efectivamente que alcanzará su edad (la de la chica que debió ser) en ese momento y podrá así quebrarse en silencio, desmoronarse roída por el trabajo sigiloso de los días. Esa propensión deliberada hacia la caricia del hombre, ese elegir la muerte como quien elige un ideal, fijan inmejorablemente su ternura fósil, desecada, aunque obstinadamente disponible. Para ella, Blanes no representa a nadie; es sólo una mano que acaricia, es decir, el pasado que acude a rehabilitarse de su egoísmo, de su rechazo torpe, sostenido. La caricia de Blanes es la última oportunidad de perdonar al mundo.

En Un sueño realizado -antecedente pirandelliano de La vida breve– Onetti aísla cruelmente al ser solitario e indeseable, superior a la tediosa realidad que construye, superior a sus escrúpulos ya su cobardía, pero irremediablemente inferior a su mundo imaginario.

III

Los cuentos de Onetti tienen, no bien se los compara con sus novelas, dos ventajas notorias: la obligada restricción del planteo, que simplifica, afirmándolo, su dramatismo, y también el relativo abandono -o el traslado consciente- de la carga subjetiva que en las novelas soporta el protagonista y que constituye por lo general una limitación, una insistencia a veces monótona del narrador.

La simetría, que en las novelas sólo parece evidente en La vida breve (el asesinato de la Queca se halla en el vértice mismo del argumento), constituye en los cuentos una modalidad técnica. Siempre hay un movimiento de ida y otro de vuelta, una mitad preparatoria y otra definitiva. En la primera parte de Un sueño realizado, la mujer cuenta su sueño, en la segunda, se construye la escena. También en Bienvenido Bob, el narrador diferencia hábilmente al adolescente del comienzo, «casi siempre solo, escuchando jazz, la cara soñolienta, dichosa, pálida», del Roberto final, «de dedos sucios de tabaco», «que lleva una vida grotesca, trabajando en cualquier hedionda oficina, casado con una gorda mujer a quien nombra “miseñora”». En Esbjerg, en la costa, la estafa separa dos zonas bien diferencia das en las relaciones de Kirsten y Montes. En La casa en la arena, la llegada de Molly transforma el clima y provoca las reacciones siniestras, faulknerianas, del Colorado.

Ese vuelco deliberado, que significa en Onetti casi una teoría del cuento breve, no quita expectativa a sus ficciones. La mitad preparatoria suele enunciar los caminos posibles; la final, pormenoriza la elección. En realidad, en los cuentos de Onetti -y, de hecho, también en sus novelas- es poco lo que ocurre. La trama se construye alrededor de una acción grave, fundamental, que justifica la tensión creada hasta ese instante y provoca el diluido testimonio posterior. Con excepción de Un sueño realizado -cuya solución remite a un plan cronológicamente anterior y cuyo desarrollo es un mero regreso a su desenlace- los otros cuentos que aquí se incluyen carecen precisamente de solución. Existe una esforzada insistencia en describir el medio (con sus pormenores, sus datos, sus inanes requisitos) en que el relato se suspende. Existe el evidente propósito de fijar las nuevas circunstancias que, a partir del punto final, agobiarán al personaje.

Nada culmina en Bienvenido Bob, como no sea el increíble desquite, pero en el último párrafo se establece la cronicidad de un presente que seguirá girando alrededor de Roberto hasta agotar su voluntad de regreso, su capacidad de recuperación: «Voy construyendo para él planes, creencias y mañanas distintos que tienen la luz y el sabor del país de juventud de donde él llegó hace un tiempo. Y acepta: protesta siempre para que yo redoble mis promesas, pero termina por decir que si, acaba por muequear una sonrisa creyendo que algún día habrá de regresar al mundo y las horas de Bob y queda en paz en medio de sus treinta años, moviéndose sin disgusto ni tropiezo entre los cadáveres pavorosos de las antiguas ambiciones, las formas repulsivas de los sueños que se fueron gastando bajo la presión distraída y constante de tantos miles de pies inevitables».

Nada culmina tampoco en Esbjerg, en la costa, pero Montes «terminó por convencerse de que tiene el deber de acompañarla (a Kirsten), que así paga en cuotas la deuda que tiene con ella, como está pagando la que tiene conmigo; y ahora, en esta tarde de sábado, como en tantas noches y mediodías (…) se van juntos más allá de Retiro, caminan por el muelle hasta que el barco se va (…) y cuando el barco empieza a moverse, después del bocinazo, se ponen duros y miran, miran hasta que no pueden más, cada uno pensando en cosas tan distintas y escondidas, pero de acuerdo, sin saberlo, en la desesperanza y en la sensación de que cada uno está solo, que siempre resulta asombrosa cuando nos ponemos a pensar». De modo que la tarde de sábado también es allí un presente crónico, un motivo incambiable de separación, que desde ya corrompe todo el tiempo e invalida toda escapatoria.

En cuanto se desprende de sus relatos, puede inferirse que el mensaje de Onetti no incluye, ni pretende incluir, sugestiones constructivas. Sin embargo, resulta fácil advertir que el hombre de estos cuentos se aferra a una posibilidad que lenta mente se evade de su futuro inmediato. Roberto tiende, sin esperanza, a recuperar la juventud de Bob; Kirsten no puede olvidar su Dinamarca, y Montes no puede olvidar la Dinamarca de Kirsten; sólo la mujer de Un sueño realizado, consigue su caricia a costa de desaparecer.

Lo peculiar de todo esto es que la actitud de Onetti -como dice Orwell acerca de Dickens- «ni siquiera es destructiva. No hay ningún indicio de que desee destruir el orden existente, o de que crea que las cosas serían muy diferentes si aquél lo fuera». Onetti dice pasivamente su testimonio, su versión cruel, agriamente resignada, del mundo contra el que se estrella; pero arrastra consigo un indisimulado convencimiento de que no incumbe obligadamente a la literatura modificar las condiciones -por deplorables que resulten- de la realidad, sino expresarlas con elaborado rigor, con una fidelidad que no sea demasiado servil.

Es claro que estos cuentos no logran trasmitir en su integridad el clima oprimente de Onetti ni todos los matices de su mundo imaginario. Sus novelas resultan siempre más agobiadoras. Eladio Linacero padece una soledad más inapresable y más cruel que la del último Bob, Brausen realiza sueños más bastos que los de la mujer acariciada por Blanes. Aun el Díaz Grey de La vida breve está en varios aspectos más encanallado que su homónimo de La casa en la arena. No obstante, estos relatos breves son imprescindibles para apreciar -además de la amplitud de sus recursos técnicos- ciertas gradaciones de su enfoque, de su visión agónica de la existencia, que no siempre recogen las novelas. Los cuentos parecen asimismo menos crueles, menos sombríos. Por alguna hendidura penetra a veces una disculpa ante el destino, un breve resplandor de confianza, que los Brausen, los Ossorio, los Aránzuru, los Linacero, no suelen irradiar ni percibir. Confianza que, por otra parte, no es ajena a «la sensación de que cada uno está solo, que siempre resulta asombrosa cuando nos ponemos a pensar».


Nota: esta colección de cuentos que Mario Benedetti prologó fue publicada en 1951, ediciones Número, Montevideo Uruguay. Para entonces Onetti era ya un escritor consagrado, y los cuatro cuentos allí reunidos ya habían sido publicados individualmente en otras colecciones. Benedetti apenas contaba con 31 años cuando escribió este profundo texto.

Fotografía principal, Mario Benedetti en Casa Goethe, Alemania, 1957, del archivo de la Fundación Mario Benedetti.

Mario Benedetti

(14 de septiembre de 1920 – 17 de mayo de 2009) Narrador, poeta, dramaturgo y periodista uruguayo, integrante de la Generación del 45.

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