Gente desmemoriada
José da Cruz | Política y sociedad / INCONFIDENCIAS
En el reciente libro La civilización de la memoria de pez, de Bruno Patino [*], se sostiene que en la sociedad conectada a la red de redes, el impacto de cada novedad tiene una duración cada vez menor. Después de pocos segundos, el consumidor de impactos entra en la indiferencia y siente el impulso o el estrés de buscar un nuevo estímulo. A comienzos de siglo, el lapso de atención se estimaba en doce segundos, en 2018 en nueve y hoy, 2020, se estima en unos cinco segundos. Consumir novedades se hace compulsivo. Los estímulos se suceden para que el cuerpo produzca la hormona dopamina y sintamos un empujoncito satisfactorio. Además, cada teclazo en el ratón produce datos, y esos datos quedan registrados y pueden venderse. Productor y consumidor coinciden en el interés por cada vez más estímulos en el menor tiempo posible. Compruebe cómo las imágenes de la televisión no duran más de uno o dos segundos sin variar de algún modo para evitar el riesgo de que el espectador se aburra y cambie de canal.
Esta es la lucha cotidiana por nuestra memoria de pez, pero tenemos, o deberíamos tener, acceso a otro tipo de memoria: la memoria histórica. A continuación les presentaré el relato de una situación histórica y les planteo un pequeño desafío: ¿quién reconoce estos hechos? Prohibido mirar al final del artículo.
El país acababa de salir de un período de varios años caóticos, conocido como anarquía militar. La situación era un desastre: los agricultores abandonaban el campo aplastados por los tributos, las fuerzas armadas consumían enormes recursos, la inflación anulaba los salarios y las devaluaciones de la moneda se sucedían. La minería, el comercio, la industria y la artesanía sufrían una gran contracción. Los funcionarios del Estado y los sectores modestos de la población recibían ingresos muy bajos, insuficientes para comprar ni siquiera lo más necesario.
En un documento oficial se reconocía: «Los precios de las cosas que se compran en el mercado o que se traen cada día a las ciudades, han sobrepasado todos los límites, de tal suerte que el afán desatado de ganancia no se atempera ni por las cosechas abundantes, ni por el excedente de mercancías…». Nadie quería recibir la moneda devaluada, y parte de los salarios militares se pagaban en especies, luego vendidas o trocadas. La especulación era extendida. El malestar general contra el Gobierno era notorio y las autoridades estaban realmente preocupadas por la miseria y la pobreza. Entonces se tomaron medidas heroicas: tope de precios para una lista de mil artículos y también topes salariales. Especulación y acaparamiento se castigaban con gran dureza. El Gobierno impulsó, también, reformas fiscales y monetarias.
Si usted piensa que esto sucedió en la América Latina de los años de 1970 y que quien firmaba esos documentos oficiales era algún general en jefe o un enviado del Fondo Monetario, entonces le fallaron las dos memorias, la de pez y la histórica. Los hechos relatados corresponden al siglo tercero de nuestra era, ocurrieron en Roma al final del período conocido como la crisis del siglo III. El emperador Diocleciano intentó ponerle fin, y en 301 adoptó la política comentada. Aún se conservan copias de los documentos.
En aquellos tiempos no se andaban con pequeñeces y muchos especuladores perdieron la vida. Como Diocleciano además se dedicaba a la cacería de cristianos, Demetríades opinó que la crisis se debía a que los cristianos ofendían a los dioses y los dioses por esa causa habían desamparado al Imperio y producido los males económicos.
Ustedes se preguntarán en qué terminó el asunto. Digámoslo de una vez: terminó en fracaso. La realidad no respeta mandatos milagrosos. El mismo Estado rompió las reglas, pues compró oro a Egipto a un precio diez veces superior al reglamentado. A pesar de las ejecuciones, continuó el gran ocultamiento de mercancías y una multitud de acaparadores y revendedores elevaron rápidamente el precio de los artículos de primera necesidad. Una de las causas políticas de las medidas había sido la intención de proteger el poder adquisitivo de los menos favorecidos, pero todo siguió como si nada.
A Diocleciano lo sucedió Constantino y cambió radicalmente de política. Constantino se despreocupó de los precios para los pobres, el cristianismo pasó a ser la religión del Estado, legisló para los ricos y gobernó para los ricos, orientación seguida con admirable consecuencia por la gran mayoría de los gobiernos todavía hoy.
Hagamos un da capo. El tiempo de lectura de este opúsculo es, según un programa que mide esas cosas, de unos cinco minutos. Eso supera con elegancia el tiempo de atención de la memoria de pez. Si os ha dado la paciencia para llegar hasta aquí, ¡oh lectora!, ¡oh lector!, todavía hay esperanzas…
Basado en «Inflación, subida galopante de los precios y devaluaciones de la moneda al final del mundo antiguo». José María Blázquez Martínez. Antiqua.
[*] Artículo de Marcos Martínez en La piedra de Sísifo.