Inclusión: ¿de qué estamos hablando?
Pedro Samayoa Arenales | Política y sociedad / LA CUEVA DEL CADEJO
«Inclusión es participación, convivencia y compromiso».
En esta nuestra sociedad posmoderna, todo es susceptible de convertirse en moda. Viene y va de acuerdo a «los intereses del mercado»: Temas, música, ropa y hasta problemáticas sociales y sus reivindicaciones.
Un tema que lo medios han empujado desde hace algunos años es el de inclusión/inclusividad, aplicado a casi todo el espectro de actividades humanas. Hay lenguaje inclusivo, música incluyente, literatura inclusiva y, por supuesto, la educación no podía salvarse.
Pero, ¿qué quiere decir la palabrita que a fuerza de repetición va perdiendo sustancia?
El diccionario de la RAE dice que la palabra proviene del latín inclusio, que se refiere a la acción de incluir y que por sí misma no dice mayor cosa. Luego tiene otra acepción menos usada: conexión o amistad de alguien con otra persona. De ella derivan otras palabras que se refieren por ejemplo a «que algo que no debería ser o estar termina estando».
En su forma verbal nos aclara un poco más: del latin includere: «Poner algo o a alguien dentro de una cosa o de un conjunto, o dentro de sus límites».
Si nos vamos a su antónimo, la exclusión, quizás lo tengamos un poco más claro.
El DRA dice:
(Del lat. excludĕre). 1. tr. Quitar a alguien o algo del lugar que ocupaba o prescindir (…) de él o de ello. Excluir a alguien de una junta o comunidad. Excluir una partida de la cuenta. 2. tr (…) Descartar, rechazar o negar la posibilidad de algo.
De este incompleto ejercicio de investigación semántica podemos fácilmente concluir que las palabras adquieren significado solamente cuando las «hacemos verbo», cuando podemos aplicarlas a la vida cotidiana y construir algo con ellas.
Hablando de inclusión en la escuela
En Guatemala, hace escasos doce años, el Ministerio de Educación oficializó la palabra inclusión y su forma verbal relacionada con la escuela: educación inclusiva. Se abrió una dirección, emitiéndose un decreto que al final sentencia «publíquese y cúmplase». Lo primero es muchísimo más sencillo que lo segundo.
La Convención relativa a la Lucha contra las Discriminaciones en la Esfera de la Enseñanza (1960) y otros tratados internacionales en materia de derechos humanos prohíben toda forma de exclusión o de restricción de las oportunidades en la esfera de la enseñanza fundada en las diferencias socialmente aceptadas o percibidas, tales como el sexo, el origen étnico o social, el idioma, la religión, la nacionalidad, la posición económica, las aptitudes (Unesco).
El concepto inclusión está claramente definido en el Objetivo de Desarrollo Sostenible 4 y en otros documentos y convenios internacionales firmados por Guatemala y la mayoría de países a instancia de las Naciones Unidas y particularmente la Unesco. No hay que darle tantas vueltas.
Pero el asunto va muchísimo más allá de convenios, declaraciones, leyes e instrumentos, políticas y estrategias. Va muchísimo más allá de los escritorios de los burócratas que redactan documentos y los investigadores que hacen estudios de campo. Algo tiene que ver con los técnicos de campo, con los asesores de los organismos internacionales y nacionales.
Además, y más importante, tiene que ver con el corazón del hombre como lo plantearía hace más de 50 años Erich Fromm en su libro del mismo nombre. Y tiene que ver con las sombras de Jung, con el compromiso de Freire y con la atención amorosa de Freinet.
Tiene que ver con los fundamentos de la vida sana en sociedad, tiene que ver con el marco de valores y creencias que construimos desde el hogar y desde la escuela (unidos indefectiblemente a responsabilidades complementarias). Tiene que ver con el amor, la sabiduría y la compasión. Tiene que ver con el concepto del buen vivir, en donde está excluida la exclusión (valga la redundancia) y la inclusión por consiguiente no es necesaria porque es natural; porque somos interdependientes, uno con todo lo que existe.
Hay «expertos» que opinan en pro y en contra del concepto, particularmente relacionado con la escuela, el reconocimiento y valoración de la diversidad. Sin embargo, quizás deberíamos escuchar a los que generalmente no tienen voz: los niños con condiciones de discapacidad, neurodiversidades y los pueblos originarios.
En un país multicultural y multilingüe, hablar claro es aún más importante, pues de otra manera no podremos ponernos de acuerdo sobre de qué estamos hablando cuando hablamos de inclusión.
La educación inclusiva, base para el buen vivir y para el buen hacer, depende principalmente del corazón. Será inviable en una sociedad individualista, consumista y utilitarista. Es el único camino de transformación que la sociedad actual necesita para su supervivencia…o para su re-evolución.
Y claro que dentro de la diversidad hay un espectro infinito. Nos ocuparemos de algunas en el próximo artículo.
«La ficción es la tecnología de la empatía» (Steven Pinker)
E incluso podría ser divertido experimentar una gravedad menor que la terrestre.
Isaac Asimov – Por la luz de la tierra
Gravedad
Avi disfruta de los arneses de ingravidez y de los juegos mecánicos como las montañas rusas y las torres de caída libre. Su madre, en cambio, no.
A Avi le encanta sentir que su peso es menor y que sus pies pueden despegarse del suelo por un momento. La gravedad le pesa, le duele, le perturba. Salta constantemente, de arriba a abajo, de derecha a izquierda. Muchas veces Rocío, su madre, la encuentra cabeza abajo con los pies sobre la pared y la consiguiente mancha y deterioro de la pintura. Esta manía, así como sus constantes saltos, aleteos y periódicas rabietas y berrinches incontrolables fueron la causa de la desaparición de Poncho, quien no pudo con el reto y escapó.
Si ella hubiera podido hablar en ese momento habría dicho algo así: «no tengo una sensación clara de dónde están mis brazos y mis piernas y ni siquiera me hacen caso… cuando salto es como flotar por un instante…cuando salto todas las partes de mi cuerpo casan, se ponen en su lugar».
Varias veces la han visto los vecinos subida en la terraza de su casa con los pies colgando tres pisos por encima del suelo. Hay quienes le gritan y quienes se angustian y quienes incluso han llamado a los bomberos. Rafael, el comandante de la estación de bomberos la conoce y siempre pregunta, ¿es la niña voladora que vive a tres cuadras?
Cuando Avi tenía 8 años se cayó de la terraza a la casa vecina, a un piso de distancia. Todos pensaron que la niña quería suicidarse. Pero don Rafa, quien para entonces era un bombero raso, lo entendió perfectamente: la niña quería volar.
Hay personas que se sienten molestas con las leyes de la física terrestre, personas díscolas. Hay quienes incluso no aguantan la ropa y simplemente desearían caminar por la vida desnudas. Y otras que perciben el calor y el frío de manera desorganizada, irreconocible, angustiosa…
Avi es de esas personas que desearían darse un paseo por la Luna y ver otros cielos, sentir la ausencia de ese peso en su cuerpo, de la sensación de liviandad y liberarse de la tiranía de la gravedad.
Avi recuerda todo eso flotando fuera de la EEI, protegida por su traje de astronauta hecho a la medida. Y recuerda aquella vez que don Rafa la llevó al parque de diversiones y la subió, a pesar de las protestas de Rocío, a las sillas voladoras. También recuerda cuando en una clínica intentaron curarla de esa rara manía de volar que ellos llamaban TPS.
Fotografía principal por Pedro Samayoa Arenales.
Pedro Samayoa Arenales
Psicólogo clínico de cartón, psicopedagogo de vocación, medio escritor, medio fotógrafo, medio montañista, medio musicólogo, viajero virtual, conferencista ocasional, lector, «musicofílico», melómano y buscador permanente.
Correo: [email protected]
Que excelente y hermosa idea usar el caso de Avi para ilustrar un punto. Más claro ni el agua, no? Y sí, el problema: la inclusión está en papel, pero cómo llevarla a la praxis? Complicado … mas no imosible.
Yo no sabía que el que mi hijo estuviera en una escuela se llamaba inclusión, tan solo por el hecho de ser neurodiverso y no encajar en el prototipo de niño «normal». No imaginé tener que buscar la oficina de inclusión educativa para que dejaran estudiar a mi hijo y respaldar mi petición con argumentos de por qué merecía estar en la escuela.Tampoco pensé que inclusión era algo así como una lotería, una concesión que alguien poderoso hacía sobre el derecho a educarse de un niño. Pero llegada la adolescencia y la edad adulta, entendí que la inclusión iba más allá de las aulas y que era un elemento del proyecto de vida de mi hijo. Tan hermosa es la inclusión, tan extensiva, tan cohesiva y a la vez tan desdibujada, tanto que a veces solo la entienden aquellos pequeños para quienes el que mi hijo saltara intentando vencer la gravedad como Avi en tu cuento, era solo una forma de ser… feliz y no una prueba de aquellos adultos que no entienden que la magia está en seres tan especiales como Avi o como Sebas. De eso estamos hablando.
¡Excelente y magnífico artículo Pedro!
«Hablar claro» qué difícil tarea, más allá de los idiomas…. Gracias Pedro por esta entrega. Siempre muy interesante, provoca la reflexión. Abrazo!!
Seamos excluyentes entonces con la exclusión. La palabra inclusión no tendría razón de existir, esto me recuerda a la serie Dark.
Muy bello tu relato en relación al TPS. Gracias.