Hombres tristes que se quedan solos: carta que nunca me atreví a enviar
Matheus Kar | Arte/cultura / BARTLEBY Y COMPAÑÍA
No tenerlo es miseria
y tenerlo es herida.
Emily Dickinson
Querida X., la literatura crea imágenes; las artes plásticas, diálogos. Y las artes visuales, interpolaciones, discursos, cartas, muñones hermosos de un cuerpo enquistado y ajeno.
No todo el cine envuelve. Está el que atrapa y vende, como el que te gusta, como el que solíamos ver; pero también está el que envuelve, el que abraza y entorpece el ánimo con imágenes arbitrarias, paletas de colores deprimentes y personalidades tonificadas por un ojo perverso pero también educado. Es el cine que no te gustó, el que te ponía triste, el que te provocaba náuseas (como aquella secuencia en la que Tom Cruise atestigua una orgía de masones, y para olvidarla sugeriste que fuéramos por unos tacos, pero por más piña o limón que les hayamos puesto, no conseguiste olvidar la película de Stanley Kubrick. Te dije que fue su última, que se murió antes de estrenarla. Qué bien, dijiste).
Por eso mismo, nunca te mostré Donnie Darko (2001) –que a primera vista te podía parecer mala–, The Secret Window (2004) o Zodiac (2007). Después de verlas, no volví a cimentar mi ánimo sobre la misma piedra, había sido colonizado por la soledad, el despiste y la amargura, eso que tanto quisiste cambiar.
Esta carta bien la podría estar escribiendo sobre la barra de algún bar universitario, entre la sombra de un vaso, un aroma a jamaica y algunos hielos derritiéndose. Pero no, la escribo desde mi propio exilio autoimpuesto, bebiendo una taza de atol, en el comedor de mi abuela, junto a una niña de 12 años, que la vida insiste en señalar como mi prima, sobrina de mi padre y nieta de mi abuelo. Te comento esto porque hoy en la tarde vimos Zodiac, de David Fincher, un director que particularmente nunca odiaste. Hasta donde recuerdo, disfrutaste Fight Club (aunque posiblemente ahora la odias, ya que nunca te gustó cuando yo solía adoptar la opinión nihilista de Tyler Durden). Como bien sabés, casi no visito a mis abuelos y cuando lo hago me quedo en su casa por una o dos semanas. Me agrada que no haya cable, internet y «comunicaciones a distancia». Recuerdo que nuestro primer año de novios, cuando también los visité, nos mensajeamos por MSN, como si tuviéramos doce años. Éramos un poco más inocentes y nos odiábamos menos. Últimamente tratamos de evitarnos, de pretender que no nos conocemos (quizá para que el destino nos presente otra vez). Sabés que me gusta pasar tiempo a solas, sin estar pendiente de las redes, contestar mensajes cada veinte minutos o escuchar una notificación innecesaria de alguien que posiblemente se siente solo. Hay muchas llamadas, reuniones que pueden resumirse en un correo, citas que no tienen más propósito que renovar el contacto, como si este fuera una garantía de la verdadera amistad o el verdadero amor. Ya lo decía Borges: «la amistad no necesita de frecuencia». La amistad necesita de confianza, de respeto, de espacio (incluso cuando se está cerca). Y quizá por pensar de esta manera he alejado a muchas personas de mi vida. Tú has de ser una de ellas. Y, por esa misma razón, quizá, me encuentre lejos, aislado en una casa de campo, rodeado de matitas de café y animales agrarios, tratando de olvidarte o de olvidar lo bruto que he sido, escribiendo ocho horas al día, tomando descansos para comer, caminar, perderme en el bosque y cuidar a mi primita, que se empeña en ver alguna ridícula serie de Bob el constructor o Pepa la cerda. Quizá por eso mismo, la fuerzo a ver alguna película independiente, pretenciosa y ridículamente sueca o japonesa. Sin embargo, trato de ser menos egoísta y, al final, elijo el término medio, la opción hollywoodense: Zodiac, de Fincher. Nos sentamos en la sala. Apagamos las luces y nos envolvemos en las mantas que amablemente mi abuela nos ha traído para «cubrirnos del frío y que no nos duelan las canillas más tarde». Hay asesinatos, sangre y mucho misterio. Robert Downey Jr. no es Iron Man, es un ebrio que se obsesiona con un asesino. Mi prima, contrario a lo que pienso, se sonroja en las escenas de amor, se lleva las manos a la boca cuando el asesino desenfunda un arma, cierra los ojos cuando una de las chicas es apuñalada y gritó más de una vez cuando escucha unos pasos en las escaleras. No hay duda, se puede ser fan de Bob Esponja y de David Fincher. Quizá lo mejor de todo fue que ninguno de los dos volteó a ver su teléfono. De alguna forma, mi prima estaba descubriendo el placer de la soledad, de quedarse sola, de enfrentarse a sí misma, de no depender emocionalmente de otro. Fincher pasó la prueba, es para grandes y pequeños. El cine no discrimina, después de todo. El cine que discrimina no es humano.
Pero la magia, déjame decirte, está en Jake Gyllenhaal, la encarnación idónea para cualquier descompensación psicológica o excentricidad psíquica: Brokeback Mountain, Nightcrawler (la que vimos en tu auto, frente a mi casa), Donnie Darko, Zodiac, Nocturnal Animals (creo que esa también la vimos), Southpaw, Enemy, Jarhead, Demolition. La atmósfera de Zodiac es la atmósfera de la obsesión, la de las causas perdidas, la de un caso policial que jamás termina y siempre está en curso. El asesino del zodiaco es el motivo, pero la obsesión es el argumento: seguir cuando a nadie parece importarle. Envolverse. Desdoblarse. Perder la cabeza, carreras, cargos, parejas, matrimonios, quizá el sosiego. O como diría Bukowski: «Tal vez suponga no comer durante / tres o cuatro días, / tal vez suponga helarte / en el banco de un parque. / Tal vez suponga la cárcel, la humillación, / el desdén y el aislamiento». Pruebas para saber cuánto estamos dispuestos a sacrificar por lo que queremos. Es imposible no verla y no sentir que la imagen de Roberth Graysmith, el protagonista, se replica en mi ánimo casi como el proyector sobre la pantalla blanca del cine. Cuando la cinta acaba y me enfrento a los créditos finales, la obra de arte empieza en mi interior. Allí se despliegan imágenes que reelaboran esa atmósfera obsesiva inacabada, la de los hombres tristes que se quedan solos. Con la pequeña diferencia de que yo no persigo a un asesino; yo me entrego a quien me terminara matando: la literatura.
En The Secret Window, basada en el relato de Stephen King Secret Window, Secret Garden, protagonizada por Johnny Depp (otro camaleón de las excentricidades psicológicas), la obsesión encubre al delirio, y el delirio a la paranoia. La ansiedad por ver el filme concluido y conocer el desenlace queda anulada, y la sustituye un estado de permanencia, un aquí y un ahora dentro del filme, como si la cinta se detuviera y tuviéramos permiso de rondar el escenario, beber el coñac de Mort Rainey, clavarle un desarmador al gato y, sobre todo, probarnos el sombrero sureño frente al espejo y decir: «Soy un granjero de Mississippi». Soy un granjero del desamparo, cuidando a mi prima, mientras extraño a otra persona.
Pero la soledad no es tan dolorosa cuando se persigue la venganza o la justicia, incluso el crimen. Pero castigar al culpable no nos hará necesariamente inocentes. Así que no me incrimino, aunque acepto la culpa. Allí tenemos a Mort Rainey, un pelmazo, un hombre que termina solo por perseguir al fantasma sedentario de la literatura. Un hombre que es más orgullo que vida.
Finalmente, llegamos a Donnie Darko –que con cada vista parece tener menos errores–, la historia del humano en ese estúpido traje de conejo (o al revés: un conejo en un estúpido traje de humano) y que despliega frente al espectador la tesis de que la búsqueda de Dios es absurda si todos, al final, terminamos solos, algo en lo que estoy muy seguro no habrías estado de acuerdo. Y está bien. Siempre supe que no vernos al espejo nos haría crecer. Y míranos acá, altos, enormes, sin poder tocarnos. Tuvimos la dicha de encontrar a nuestro contrario y lo echamos a perder. Quizá por eso el cine es un sueño dirigido y, después de todo, siempre es falso: en Donie Darko nunca se menciona el antídoto de la soledad, algo así como la libertad, el amor, la familia o el sexo. No, nada. Aunque, sí, el amor se menciona olímpicamente durante toda la historia, pero queda relegado a la interpretación, al paripé. Tal parece que la visión de Richard Kelly, el director de DD, es fulminante, sin concesiones. No plantea una vida larga sino intensa: una donde se redimen culpas, donde se salva a los seres amados y a seres que nunca se conocieron y se castiga a hombres antes de condenarlos. Estoy seguro que Borges, el amante de los tigres y los laberintos, habría sido un gran fan de Donnie Darko y en un perfecto inglés, del que estaría orgulloso Wordsworth o De Quincey, habría recitado estas hermosas palabras: «Confío en que cuando el mundo se acabe, pueda dar un suspiro de alivio, porque habrá muchas otras cosas con las cuales ilusionarse». Y es que el paisaje de la película es inabarcable, una textura indefinida que se impregna en el ánimo. ¿A ti no te gustaría saber tu fecha de muerte (o la del fin del mundo) y antes de eso tener la oportunidad de alcanzar el amor, el castigo, el heroísmo, la otra cara del acobardamiento, y dejar de decepcionar a quienes amas?
Yo creo que todos, en algún momento, hemos sido pervertidos por la idea del suicidio, de acabar con nosotros en la panacea de nuestro goce, porque después del punto más alto, como dicen, todo es en picada. Donnie Darko es la realización de ese deseo, la pérdida sin dolor, el amor sin altibajos y el heroísmo sin la atrofia del aplauso.
Zodiac, la obsesión. Secret Window, la paranoia. Donnie Darko, la esquizofrenia. Y todas rayan la soledad y el abandono. Me habría gustado obsequiarte ese mapa antes de conocernos y, de ese modo, habríamos evitado tantos subterfugios, tantos callejones sin salidas.
Así, en Zodiac, la tristeza parece entumecer cualquier forma de felicidad o esclarecimiento sexual entre los protagonistas; hay matrimonios, hay noviazgos y hay parejas, pero jamás hay besos, grandes flujos de sangre entre las piernas, no, solamente un costal de tensión (que podría ser sexual, pero no lo sabemos) que contagia al espectador y oscila en un periodo indeterminado después de acabada la película.
Hay muchos ejemplos de hombres abandonados; está Goyo Yic, de Miguel Ángel Asturias; Amalfitano de 2666, de Bolaño; el taxista insomne de Taxi Driver y, entre tantos otros, Michael Corleone, de Francis Ford Coppola. Historias de hombres abandonados, hombres tristes que terminan solos, con sus obsesiones, con sus ambiciones, o las causas que, tal parece, solo ellos defienden o enaltecen. La tristeza se sugiere a sí misma como otra forma de violencia. Violenta para el entorno, violenta para el ecosistema fílmico de los personajes. Sin embargo, para el espectador es digerible, porque se entiende como ficción, aunque intente ser una traducción fiel de la existencia, como algo placenteramente desagradable: mientras los personajes abandonan a nuestros hombres tristes, nosotros nos mantenemos impermeables al dolor de los que abandonan. ¿Por qué? Porque la garantía del espectador es el botón de apagado. La zona segura, la zona de confort. Ojalá pudiéramos disponer de este mecanismo en la vida. Pero no, nuestro botón de apagado es la huida, el abandono, el silencio. Regresar a la zona segura es la garantía de nuestra felicidad. O tal vez no. Únicamente los cobardes pueden disfrutar del no-dolor de la vida. Y después de todo, en retrospectiva, hemos sido unos cobardes. Debería sorprendernos que aún sepamos amar, que aún sepamos comer. Pero, sobre todo, que aún sepamos respirar.
¿Pero hasta qué punto este abandono empieza a ser prosperidad artificial? ¿Hasta qué punto la retirada pasa a ser inmolación? Qué más da, a Marcel Duchamp también lo abandonaron. En Buenos Aires, sin producir ninguna obra, se dedicó enteramente a jugar ajedrez. Ivonne, su esposa en ese tiempo, terminó harta de tanto blanco y negro, de tanta ciencia cuadricular, y se marchó sola a Francia. No obstante, creo que debe empezar a considerarse el abandono como algo místico, necesario para la santidad: la santidad laica del arte. Ahora, en este momento, me encuentro escribiendo más que nunca. Si la tristeza es una forma de violencia, la soledad puede ser leída como un albergue donde el hombre descansa, indefinidamente, sin dejar de inquietarse. A veces esta soledad es un buen filme, una buena secuencia, una buena imagen, un cuaderno con las páginas arrancadas para escribir una carta.
En fin, en algún momento a todos nos tocará encarnar a estos personajes tristes y solitarios. Esta vez me toca a mí. Pero pueda que todos, al final de cuentas, seamos como Donnie Darko, riendo en los momentos finales, de mayor agravio, solitarios, ensimismados en una pequeña tabla que creemos que nos salvará del naufragio, sin advertir que nosotros mismos ya somos una isla, embutidos en estúpidos trajes de humano: de hombres tristes que se quedan solos.
Con afecto subnormal,
MC
Marzo de 2018
Imagen tomada de Código Nuevo.
Matheus Kar
(Guatemala, 1994). Promotor de la democracia y la memoria histórica. Estudió la Licenciatura en Psicología en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Entre los reconocimientos que ha recibido destacan el II Certamen Nacional de Narrativa y Poesía «Canto de Golondrinas» 2015, el Premio Luis Cardoza y Aragón (2016), el Premio Editorial Universitaria «Manuel José Arce» (2016), el Premio Nacional de Poesía “Luz Méndez de la Vega” y Accésit del Premio Ipso Facto 2017. Su trabajo se dispersa en antologías, revistas, fanzines y blogs de todo el radio. Ha publicado Asubhã (Editorial Universitaria, 2016).
el icono, el simulacro, «las comunicaciones a distancia»…, soledad, y no de cien años…