Arnulfa: carta de una trabajadora
-Marcelo Colussi | ENSAYO–
Me llamo Arnulfa M. Soy mexicana. Mi edad… bueno, es complicado: cuando recibí el balazo en la cabeza en aquella manifestación por los años 70, cuando protestábamos pidiendo aumento de salario y la reincorporación de unos compañeros despedidos, era de 27 años. Pero pasé mucho tiempo en coma, en un hospital público en la ciudad de México, hasta el 2019, año en que desperté. Los médicos no atinan a explicar cómo fue clínicamente mi caso, por qué me reanimé después de tanto tiempo, y por qué no demuestro la edad cronológica que efectivamente tengo. Porque, en verdad, soy una viejita de más de 70 años, pero mi cuerpo no envejeció tanto.
Yo misma no me reconozco, porque ahora me veo una cara extraña, no de 27 años, ni tampoco de una abuelita de casi 80 años. Es algo raro, no sabría explicarlo. Pero eso no importa ahora. Ni tampoco importa, me parece, el hecho que siga teniendo una mente lúcida, clara. O, bueno… más o menos clara, porque nunca fui particularmente inteligente, ni antes ni en este momento. Pero la verdad que ahora no me siento atontada. Me siento confundida, tremendamente confundida. Y nadie me termina de explicar bien todo esto.
Bien: me explico. Pero ante todo, quiero excusarme por mi manera de escribir. Perdón si tengo un estilo no muy cuidado, o más bien desastroso. Y perdón por mis faltas de ortografía. Prefiero dar a conocer esta carta sin que nadie me la revise. No me importa tanto la gramática ni el estilo; lo que sí me importa es lo que quiero decir, lo que sí quiero dar a conocer. Espero que me entiendan.
Tengo segundo año de bachillerato; hasta ahí pude llegar. Me hubiera gustado ser maestra, o doctora, pero no se podía. Mi familia era muy pobre –padre albañil, madre costurera, era la tercera de seis hijos–, así que a mis 14 años ya empecé a trabajar. Primero en una empacadora de carne, luego en una bodega, con otros hombres acomodando cargas (ese fue mi trabajo más duro). Y después en una planta textil, que era donde trabajaba cuando vino lo del balazo. Es decir: fui obrera toda mi vida.
Como siempre fui bastante irreverente, era de las que no me dejaba, por eso de jovencita nomás me empecé a involucrar en el trabajo sindical. Siempre me pareció injusta la situación de la clase trabajadora. Mis padres chambearon toda la vida, y jamás salieron de pobres. Muchas, pero muchas veces nos íbamos a dormir con la panza vacía. Nunca me pareció justo eso. No lo entendía, no me parecía bien. ¿Para qué trabajar toda la vida si una no se puede comprar ni siquiera un pinche taco?
De chamaca también me involucré con tipos. A los 15 años tuve mi primera relación. A los 18 salí embarazada, y fui madre soltera por mucho tiempo. A los 25 o 26, ya trabajando en la hilandería, me junté con el Danilo. Él ya tenía dos hijos, pero no vivían con nosotros. Era mayor que yo; me llevaba como diez años, o más. Fue él quien me terminó de abrir los ojos en muchas cosas. Resulta que él era militante comunista; estaba en una organización que, por lo que pude averiguar ahora, ya no existe más. Era más estudiado que yo; creo que había terminado el nivel medio, y era muy lector. Y creo –nunca me lo contó muy bien– que había estado en Cuba, o en la Unión Soviética. Fue gracias a él que empecé a leer a Marx, a Engels, a Lenin. Él, con mucha paciencia, me explicaba lo que yo no entendía.
Bueno, pero no me quiero perder en lo que deseo expresar ahora. Lo cierto es que, cada vez más, fui ganando en conciencia, en claridad política para entender las cosas. Me empecé a dar cuenta de cómo nos viven mintiendo, manipulando. De jovencita, de chamaca por ejemplo, yo era muy de ir a la iglesia. Hasta alguna vez, creo que fue cuando tuve una pelea con mi primer noviecito y me dejó por otra, pensé en meterme a monja. Ahora me acuerdo y me río. Pero en aquella época yo creía mucho en dios, en la iglesia, en los curas. Por ejemplo: me solía confesar con un sacerdote. ¡Y me daba vergüenza decir algunas cosas! En ese tiempo no existían todas estas cosas raras que ahora llaman cultos evangélicos. Lo cierto es que no me metí a ningún convento. Me parece que tener sexo me llamó más la atención… ¡felizmente! Lo que quería decir es que nos mienten todo el tiempo, y la iglesia es una de las principales mentirosas. Siempre al lado de los ricachones, haciéndonos sentir culpables por todo, asustándonos con el infierno…. Lo peor, es que los curas –y las monjas también– tienen sexo todo el tiempo. ¡Bola de hipócritas!
Digo todo esto, y no oculto que con mucha cólera, porque ahora que lo veo a la distancia me doy cuenta todo lo que a una le mienten, le ocultan, la manipulan. Y no solo en la iglesia, por supuesto. También en la escuela, en la televisión, en los diarios. Nos viven engañando. Por eso estoy contenta que, con el tiempo, pude ir abriendo los ojos. Pero más cólera me da lo que me está pasando ahora.
Me explico. Aquel marzo de 1972 estábamos en huelga. Yo había pensado llevarme a mi hijito, el Miguelito, a la marcha. ¡Menos mal que no lo hice! Quizá hasta lo hubieran matado a él, o me hubiera visto a mí en esas condiciones. Cuando vino la policía la cosa se puso dura. Ni sé de dónde, aparecieron armas y empezó la balacera. La policía disparó a matar, así de simple. Nada de balas de goma o esas cosas. Eran tiros de verdad. Y a mí me dieron un balazo en la cabeza. Parece que tuve suerte, porque no me morí, sino que quedé en coma. Para mi familia fue fatal, por supuesto. Fue terrible no solo porque fui a parar al hospital sino por todo lo que vino después. Ustedes podrán imaginar su sufrimiento: yo quedé en un estado vegetativo por años, y nadie sabía cómo iba a reaccionar. Así fueron muriendo mi madre –mi ruquito ya había fallecido antes–, mis hermanos, mis allegados. Cuando desperté, ahora en 2019, ya el mundo era otro. Y ahí empieza mi drama.
Lentamente me fueron explicando lo que había sucedido. Yo no podía creerlo. Mi hijo, que parece ser siempre estuvo pendiente de mí, manejaba un taxi en el DF. Ya era un señorón, casado, con tres hijos. Él no podía creer que después de tantos años yo hubiera vuelto a la vida. Y yo menos lo creía. Pero así fue. Del Danilo, quien fuera mi pareja por aquel entonces, ya no pude saber más nada. Parece que él dejó a mi hijito con otra gente, y él hizo su vida, así que ahora ni sé si vive. Por lo pronto, nunca vino por mí, así que yo es como que nací de nuevo.
Sí, volví a la vida –con algunos añitos más, claro–. Aunque eso es una manera de decir, por supuesto… Porque esto es una vida rara. Primero, porque estaba en un hospital muchos años después de haber entrado en coma, por lo que médicos y enfermeras actuales no entendían nada, no me conocían, era un bicho raro. Y luego, porque nadie sabía dónde tenía que ir a parar. Mi hijo, lamentablemente, no tenía las condiciones para darme posada. Otros familiares tampoco podían hacerse cargo. Me quedaba solo un hermanito vivo, y estaba en un geriátrico el pobre. Entonces almas caritativas –vamos a decirlo de esa manera– me recogieron y me pusieron a vivir en una casa especial, donde paso mis días ahora. Y ahí es donde comienza mi drama.
Quiero aclararlo: estar casi 50 años en coma no fue mi verdadero problema. Así, en ese estado, una no siente nada. No puedo decir que fuera bonito o feo: no sé, no me daba cuenta de nada. El problema empezó cuando abrí los ojos. O peor aún: cuando empecé a volver a la vida. Por supuesto, fue muy difícil todo: no me podía parar, no podía comer por mí misma, no podía hacer popó yo solita. Fue terrible reincorporarme a la vida. Pero eso no es lo peor. Eso, lentamente, se fue arreglando. Ahora me manejo muy bien sola, y en esta casa no me falta nada. Lo realmente trágico fue el mundo con que me encontré.
Cuando digo «trágico», no me refiero, por supuesto, a mi situación personal. Créanme que eso, más o menos, se fue solucionando. La cabeza todavía me funciona, y como nunca fui especialmente lúcida –más bien me consideré siempre medio tontita– no noté grandes diferencias ahora. Sé que soy una cosa rara para la Medicina. Me estudian, me han venido a entrevistar no sé cuántas veces, han llegado doctores, estudiantes, la televisión. ¡Hasta estos pinches gringos puñeteros vinieron a hacerme un reportaje! Sin dudas, soy un caso especial, raro, digno de estudio. Eso está bien. Lo que me mata es lo que empiezo a ver del mundo actual.
Lo que más conozco del mundo ahora, lo sé a través de la televisión y de los diarios que leo. Créanme que me siento rarísima: nunca había visto la televisión a colores; para mí eso es increíble, es una novedad que me llama la atención. Pero si algo me llama más la atención, y fundamentalmente me inquieta, es lo que veo que está ocurriendo por todos lados. Veo que esto no es solo de México: es mundial.
¿A qué me refiero?, dirán ustedes. Pues… ¡nos cambiaron el mundo! Esto que hay ahora no lo entiendo. Esto es otra cosa. Este no es el planeta que yo dejé. ¡Y no exagero! Nos cambiaron todo, totalmente. Al principio, cuando ya pude valerme más o menos por mí misma y tuve cierta independencia, lo único que me empezó a interesar es ver cómo estaban las cosas. Por eso leí y leí, y sigo leyendo todo lo que pueda para informarme. De hecho, me ofrecieron un teléfono de esos que se usan ahora, pequeñitos, sin cable, que tienen pantalla de televisión. Pero, la puritita verdad es que no me acostumbro. Me cuesta leer en una pantallita tan pequeña, no me gusta. De ahí que me la paso leyendo periódicos, al viejo estilo. Y viendo televisión. La vista, aunque con lentes, todavía me funciona, así que ahí vamos.
Pero… ¡qué espanto todo! Ahora ya no se habla de trabajadores sino de colaboradores. ¡No lo puedo creer! ¿Cómo colaboradores? Si nosotras no colaboramos con las empresas, con esos chupasangres que nos viven explotando. Y encima, a las mujeres, nos tratan mal y lo único que quieren es llevarnos a la cama. ¡Colaboradores tu pinche madre, güey! Lo peor es que veo que mucha gente, muchos trabajadores, o digámoslo de otro modo: muchos asalariados, lo aceptan. Parece que ya se puso de modo decirse «colaboradores». Entonces… ¿se terminó la explotación?
Esas son las cosas que no entiendo. Antes, años atrás, cuando yo era niña o jovencita, lo teníamos más claro, me parece: la patronal nos explota, por eso hacíamos huelga, por eso salíamos a las calles a protestar para pedir aumento de sueldo, por eso exigíamos mejores condiciones de trabajo. Ahora, por lo que veo, por lo que la gente con la que hablo me transmite, ya no se habla de explotación. Al contrario: pareciera que hay que agradecer si una tiene un pinche puesto de trabajo. Si se tiene la dizque «fortuna» de tener un trabajo seguro, hay que cuidarlo como un ojo de la cara, como la más valioso. Como la virginidad, diría mi abuelita, que en paz descanse. Realmente me cuesta creerlo. Escucho cada rato en la televisión que las empresas «crean fuentes de trabajo». ¡Qué hipocresía! ¡Qué monstruosidad! Se dice eso como Juan por su casa, con la más pasmosa tranquilidad, dando por supuesto que explotar a la gente es como hacerles un favor.
Me arrecha todo eso, me pone como la gran chucha. Y la gente no reacciona. ¡No lo puedo creer! Bueno… es que, por lo que voy entendiendo ahora que desembarco de nuevo en el mundo, en estos años hubo cambios increíbles. Veo que los explotadores le ganaron la batalla a los trabajadores, y la Unión Soviética ya no existe. ¿Perdimos la batalla? Me da la impresión que sí.
Lo digo así porque, verdaderamente, me da la sensación que esto es una guerra, aunque hoy día hagan lo imposible por no hacerlo sentir así. Recuerdo que años atrás hablábamos sin vergüenza de lucha de clases. Hoy, en la actualidad, nunca más volví a escuchar eso. Y miren que leo todos los periódicos, incluso los de fuerzas de izquierda que me traen mis nietos. Pero de lucha de clases, nada. ¡Ni una palabra! Incluso mis nietos, que ya son unos muchachones, ni saben de qué les estoy hablando cuando les digo eso.
¿Qué pasó entonces? Antes, recuerdo, era habitual quemar banderas de Estados Unidos, que por aquel entonces estaban en plena guerra de Vietnam. Hoy eso ya no pasa en ningún lado. Por lo que veo, al contrario: se esperan inversiones de capitales yanquis. No se les quiere, por supuesto –¿cómo se les va a querer, si son unos cerdos imperialistas?– pero la gente, me refiero a la población y a los gobiernos, parece que espera la llegada de las empresas yanquis. Y también de la cooperación internacional.
Eso es algo que no me encaja. En mi época no existía esto que ahora llaman cooperación internacional. O, si existía, era una cosa secundaria. Ahora parece que no hay país pobre que no tenga estas dichosas ONG, plagadas de gringos: norteamericanos o europeos. ¿Será que todo eso va a resolver nuestros problemas? No, ¡por supuesto que no! Pero da la impresión que cada vez se confía más en estas cosas que en lo que puedan hacer los Estados nacionales. Por lo que leo, en todas partes los gobiernos o, mejor dicho, los Estados –porque no son lo mismo– esperan esos grupos llamados de «cooperación». ¡Qué vergüenza! ¡Qué bajo hemos caído!
Por eso, y por muchas cosas más, veo que el mundo cambió tremendamente. Pero no a favor de los pobres, de la clase trabajadora, de los siempre explotados. ¡No!, al contrario. Cambió para volverse más hostil, más descarnado. Y lo curioso es que la gente lo acepta, parece no reaccionar. Me atrevería a decir que, en cierto sentido –no quiero ser injusta en la apreciación– a la gente la convencieron que así tiene que ser.
¿Por qué digo esto? Porque antes, que yo recuerde, protestábamos más, nos organizábamos, exigíamos nuestros derechos. Ahora, me parece, la gente está más adormecida. Por ejemplo, con estos teléfonos inalámbricos, veo que todo el mundo está como embobado. Pero ¡embobado de verdad! Ya he visto infinidad de ejemplos que no se podrían creer: gente que por tomarse una foto de sí misma se ha caído a un precipicio, o que choca con su carro por ir viendo la dichosa pantallita. Gente que, sentada una al lado de la otra, prefiere no hablarse, y peor aún: mandarse mensajes escritos a través de esos aparatos, estando a un par de metros. Créanme que no lo entiendo: ¿ya no se habla más la gente cara a cara? El otro día escuché hablar de sexo virtual. ¿Y eso? ¿Ya no se transpira más haciendo el amor? ¿Todo por teléfono, o por computadora?
Hay tantas, pero tantas cosas que no entiendo, que a veces pienso que para qué reviví. Porque, de verdad, me asusta todo esto. No me asusta que no sepa manejar mucho de la tecnología que ahora veo. Eso es un pinche y puñetero dato anecdótico. ¿Cuál sería el problema de no saber usar una computadora? Marx, Engels, Lenin, o Miguel de Cervantes, o Darwin, y tantos otros, no tenían computadora…, e hicieron cosas fabulosas. ¡Me asusta el mundo que han ido construyendo los mandamases! Porque veo que las protestas de antaño se han ido domesticando. O, mejor dicho, las han ido desapareciendo.
Hoy me espanta el retroceso que todos los trabajadores hemos tenido. Te contratan sin leyes sociales, te contratan a prueba por tres meses, y luego te echan a la calle, te exigen hacer horas extras y no te las pagan. Lo peor de todo, lo que más me tiene sorprendida, tremendamente sorprendida, es que la gente no parece reaccionar. Nos han hipnotizando. ¿Idiotizado? Bueno…, a veces pienso que sí. Idiotizado, o domesticado. Eso de estar viendo horas y horas una pantallita en un teléfono sin hablarse uno con otro, de verdad que no lo entiendo. No digo que la gente ahora sea más boba, pero sí que la han embobado. Solo juegos de fútbol por televisión… ¿Cómo es eso?
Por ejemplo, cosa que para mí era muy importante años atrás, cuando me sentía una luchadora social, cuando ponía todo mi esfuerzo en eso y pensábamos que la revolución socialista era posible, hablábamos de explotación, de patronal explotadora, de imperialismo, de burguesía, de asquerosos oligarcas chupasangres. Hoy día ya jamás escuché hablar de «proletariado». ¿Es que no existen más los trabajadores, los obreros? Como decía hace un momento: colaboradores sí, pero trabajadores no. ¿Qué nos pasó? Y vean esto: cuando lo escuché, me quería caer de espaldas. A una señora que vende comida casera por la calle, o a un güey que vende helados, por ejemplo, se le llama «microempresario». ¿Es una tomadura de pelo?
Como me paso la mayor parte del tiempo sentadita en mi casa leyendo o mirando televisión –no me acostumbro todavía a esto que le llaman teléfonos inteligentes–, ya estoy que se me salen los ojos de ver una pantalla. ¡En colores!, cosa que todavía me tiene sorprendida. Pero, más allá de los portentos de la tecnología, una pantalla plana y no sé cuántos avances más, lo que se ve ahí es espantoso, patético. Yo no soy una moralista, créanme. Nunca lo fui, por eso fui madre soltera sin ninguna vergüenza. Y tuve muchos chavos… ¡muchos! Y jamás iba a la iglesia. Desde chamaquita dejé todo eso de las religiones. Pero de verdad es que me tiene sorprendida, anonadada, verdaderamente pasmada lo que se ve en eso que le llaman «la caja boba». Ahora entiendo por qué lo de «boba». Lo único que veo ahí son cosas de mal gusto, viejas empelotadas, programas donde hacen apología de la violencia, chismes y chabacanería, muchachas mostrando el culo todo el tiempo. Y también chavos todos musculosos ofreciéndose como papacitos. No soy una moralista, repito; pero el mensaje que ahí puede encontrar una es de puro pasatiempo hedonista –creo que se dice así, ¿no?–, de un placer efectista barato. Realmente espeluznante para mi gusto. Recuerdo que vez pasada leí un comentario de uno de los hermanos Marx, Groucho para el caso (con confundir con Carlos Marx, por supuesto), esos cómicos gringos de hace años. Decía el cuate: «La televisión es muy instructiva…, porque cada vez que la prenden me voy al cuarto contiguo a leer un libro».
¡Exacto! La televisión, ya en mi época era un espanto, y ahora, super sofisticada como está, es infinitamente más espantosa. Es cruel, violenta, chabacana. Todos los programas, todos, aún aquellos que se pretenden serios o científicos, transmiten una vulgar ideología de derecha, conservadora, de sumisión. Lo único que se ve es la entronización de los supuestos «ganadores». El que no «triunfa» es un tonto. La verdad es que me deja estupefacta ver tanta tontera, tanta banalidad. E igual que pasa con la protesta social, la gente aguanta. Y lo peor: ¡se divierte con toda esa porquería! Vi eso que llaman reality shows. Casi me caigo de culo. No puedo concebir cómo es posible tanta degradación de lo humano, y que tanta gente mire gustosa esas pamplinas. ¿Por qué la gente no reacciona?
Por internet, de acuerdo a lo poco que pude ver –internet: cosa que no existía en mi tiempo y que me parece increíble–, de acuerdo a lo que me cuentan mis nietos, a lo que hablo con gente que me visita, es algo similar. La gran mayoría de cosas que la gente mira ahí son banalidades, pasatiempos sin pie ni cabeza. Pero, bueno…, no quiero parecer una vieja cascarrabias diciendo que todo tiempo pasado fue mejor. Lo que sí veo, y creo que en eso no me equivoco, es que el grado de control social, de control de nuestras cabezas, el grado de control ideológico diríamos en otra época, es tan grande y tan bien hecho, que incluso la gente que es víctima de todo eso ni siquiera lo siente como una dominación, una imposición. Al contrario: ¡hasta les gusta!
Veo que el sistema supo perfeccionarse con el tiempo, cosa que no pasó con nosotros, los que nos decimos de izquierda. La sutileza con que nos dominan es fabulosa; ya ni siquiera tienen que apelar a la represión furiosa, sangrienta. La televisión, el internet, las películas que nos inundan… son todas formas de mantenernos sumisos. Hablando de películas, algo que me llamó poderosamente la atención es el nuevo mensaje que veo transmiten ahora los gringos desde Hollywood. Antes se entronizaba la cultura del trabajo, del esfuerzo personal. Ahora pasan a ser los «ganadores» los más listos, es decir: los más gángsters, los más bandidos. Se premia la artimaña, la trampa. Antes no se hubiera ni soñado algo así: ahora, el «muchachito» de la película es el forajido. ¡No lo puedo terminar de digerir! ¿Cuál ese el mensaje: sea un cabrón y le va a ir bien? Por eso los bancos, que son los usureros más grandes del mundo, usureros legales, son los que dominan la economía. Es decir: cuánto más hijo de puta, más ganador.
Del mismo modo, hay infinidad de cosas que no puedo digerir, que no me entran en la cabeza. Lo cual quiere decir o que me volví una estúpida –puede ser, lo reconozco, años en coma lo lograron– o el nivel de manejo de las masas es impresionante. Por ejemplo, el otro día le pregunté a un chamaquito que venía con una enfermera, si sabía lo que era un musulmán. ¿Saben qué me dijo? «Un asesino terrorista». Me caí de espaldas. ¿Cómo se logró que la gente piense así? Bueno… lo que recién decía: el grado de sutileza con que nos manejan es impresionante.
¡Cómo ha cambiado el mundo! O mejor dicho: ¡cómo nos han dado una paliza brutal a los trabajadores! Y ahora que digo LOS trabajadores, veo algo que también cambió mucho. Ahora es casi sacrílego decir solo «los» si no se pone también «las». Me parece buenísimo que se levante la voz de una buena vez contra la explotación de las mujeres. Esa es una deuda histórica que tiene la humanidad con nosotras, las mujeres. Siempre me pregunté, desde muy niña: ¿por qué se aplaude que un hombre, que un macho bien plantado, sea mujeriego, mientras que una mujer con muchos hombres, una puta, se desprecia? ¿Por qué el peor insulto que existe es ser hijo de una puta? ¿Por qué se nos denigra siempre? ¿Por qué el trabajo del ama de casa se subvalora, no se paga, se ve como secundario? Me llamaba la atención cuando de niña se preguntaba: «¿tu madre trabaja? No; es ama de casa», como si el trabajo doméstico no fuese trabajo. ¡No se cobra sueldo!, que es distinto. ¡Pero vaya si se trabaja! ¿Y por qué el cuerpo de las chamacas es solo para mostrar desnudo?
Bueno, me extravío un poco quizá. Lo que quería decir es que me parece muy bueno que se hable de la explotación de las mujeres. Y también de la discriminación de los homosexuales. Eso está bien: no hay que discriminar a nadie. Pero a veces también veo que con esto de la reivindicación femenina –y lo digo como mujer– se puede perder de vista la cuestión de clase. En todo caso, creo que deben ir juntas las dos cosas, igual que la lucha contra el pinche y asqueroso racismo. Lo digo porque, por lo que pude ir observando desde que desperté y volví a la vida, me parece que a veces los árboles no nos dejan ver el bosque. ¿Qué quiero decir? Me resulta sospechoso que eso que llaman «cooperación internacional», es decir: los gringos, y ahora también los europeos, con sus campañas de «ayuda» a nosotros, los «pobrecitos» (campañas para control de natalidad, en otros términos), se preocupen tanto por esto del «empoderamiento» (palabra nueva que no entiendo) de las mujeres. Eso no es cierto. O es cierto a medias. Si unos gringos explotadores y chupasangres insisten en esa «liberación», ahí me huele a que hay gato encerrado.
Porque, a decir verdad, ahora las mujeres estamos un poco más liberadas que en la época de mi abuelita, pero seguimos llevando la peor parte. El trabajo doméstico lo seguimos haciendo nosotras. ¡Y no nos pagan por eso! Yo creo que liberación será que hagamos la revolución, expropiemos y construyamos un mundo donde nadie es más que nadie, ni porque seas macho, homosexual, mujer, blanco güerito o «pinche» indio, porque somos todos exactamente iguales. ¿Cuál es la diferencia si quien te explota es blanco o negro, hombre o mujer? Creo que el tema de explotación de clase a propósito lo han sacado de circulación, y nos seducen con otras cosas también importantes, pero manejadas un poco perversamente.
Digo esto porque veo que a veces hay una lucha, mal encarada para mi gusto, que podríamos resumir: «mujeres sí, hombres no». Y creo que por allí no va la cosa. Lo digo, incluso, porque me llama mucho la atención que los organismos internacionales de beneficencia, ahora llamados cooperación internacional, u ONG, hablen hasta el cansancio de eso, o de la diversidad sexual. Porque, para el caso, que te exploten miserablemente, ¿importa si quien lo hace es blanco o negro, hombre o mujer, hetero u homosexual? Me queda esa duda. ¿Saben por qué? Porque de lucha de clases no se habla más, y eso huele mal.
Por eso digo que hoy las cosas cambiaron tanto, pero tanto tantísimo. Ustedes me entienden, ¿no? Quizá no soy lo suficientemente clara. Quiero decir que nos han domesticado tanto que lo único que podemos hacer hoy día es cuidar el puesto de trabajo, si tenemos la dicha de tener un trabajo fijo. No protestar, ser sumisos, o sumisas, como hay que decir hoy para ser políticamente correctos. Y ahí está el engaño: «políticamente correctos», decir lo que corresponde, poner siempre la marca de género o no discriminar a un homosexual o lesbiana –les cuento que yo probé un par de veces con mujeres allá en mis mocedades, y no me gustó– por lo que no le escapo al tema. Se vale hacer todo eso que es lo indicado, hablar correctamente, no olvidarse de golpearse el pecho por la contaminación ambiental…, pero de la explotación ¡ni hablar! Además, si no hablamos de lucha a muerte contra el asqueroso y sangriento capitalismo, ¿cómo vamos a hablar de verdad de alguna emancipación? Si el medio ambiente está destruido, no es solo porque botamos el plástico en los mares, responsabilizando así a la gente de lo que pasa: ¡es porque el sistema nos lo impone! De quién es la culpa: ¿de la población que usa botellas plásticas, o de las fábricas? ¿Por qué pareciera que es más importante la vida de los osos panda que la muerte de un niño con hambre?
El mundo que descubrí ahora me espanta. La gente pareciera cada vez más maniatada, manipulada, embobada. Algo que antes no existía y ahora tiene una fuerza descomunal son las nuevas iglesias evangélicas. Pues bien: evangélicos hubo siempre en la historia. Es lo que antes llamábamos protestantes, los que tienen que ver –perdón, pero yo no sé nada de historia de las religiones– con Calvino y Lutero, ¿verdad? Pero ahora hay una explosión increíble, fabulosa, impresionante de iglesitas evangélicas por todos lados. Hay muchas más, pero muchísimas más que iglesias católicas –que ya, de por sí, eran una lacra–. Y tienen un mensaje de amansamiento total. Aunque no lo crean, así como estoy, vez pasada me llevaron a un –como le llaman ahora– culto neopentecostal. ¡Por dios!, es lo único que se me ocurre decir –y lo digo un poco en broma, casi como provocación, porque yo desde mi adolescencia me hice atea–. ¡Eso es terrible! No podía creer la forma patética en que manipulan a la gente allí. Gente pobre, básicamente. Porque esas pequeñas iglesias se regaron por los sectores más humildes en toda América Latina: en barriadas pobres en las ciudades, en aldeas pobres y olvidadas de zona rural. Los pastores son patéticos: de lo único que hablan es del diablo y del infierno. Pensar parece que quedó prohibido. Hoy día los jóvenes no saben quién fue Marx. ¿Cómo lograron eso? Saben hacerlo, supieron amansarnos, doblegarnos.
Bueno, por todo eso me espanto, me desespero. Este no es el mundo por el que peleábamos. ¿Dónde quedó la dignidad? Me gustaría cerrar esta carta –que, en realidad, es un poco una descarga emocional que me permití hacer, y gracias a ustedes por aguantar leerla hasta el final– con una frase que leí por ahí, que me pareció más que oportuna: «Los pueblos consiguen derechos cuando van por más, no cuando se adaptan a lo “posible”».
Fotografía principal, represión de una manifestación en Ciudad de México en 1968, tomada de MIR.
Marcelo Colussi
Psicólogo y Lic. en Filosofía. De origen argentino, hace más de 20 años que radica en Guatemala. Docente universitario, psicoanalista, analista político y escritor.