La paz: compromiso de Estado
Carlos Juárez | Política y sociedad / CLANDESTINO Y ARTESANAL
La imagen del Palacio Nacional en una noche de gala, la expectativa entre la comunidad nacional e internacional, y los preparativos para los festejos afuera de este recinto, todo formaba parte de la antesala al acontecimiento más importante que ha vivido Guatemala en los últimos 100 años.
El Estado y la comandancia de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca –URNG– finalmente decidían firmar la paz firme y duradera, poniendo fin a 36 años de conflicto armado interno en el país. Aquel 29 de diciembre de 1996, Guatemala abría un capítulo nuevo en su historia, uno repleto de esperanzas para todos aquellos que habían vivido en carne propia los vejámenes y horrores de la guerra.
Por supuesto que la ocasión ameritaba las mejores galas de sus protagonistas, pero los tacuches y los vestidos poco retrataban la realidad y alcance de esa guerra. Las cifras que el informe de la Organización de Naciones Unidas reveló son de película: 200 000 víctimas, 45 000 desaparecidos –entre ellos 5000 niños– y más de un millón de desplazados.
Sí, lo sé, las cifras son parte de repetitivos discursos que hemos escuchado durante toda la vida. Quizá sería más ilustrativo que, por un minuto, aquellos que dicen estar cansados de escuchar esto, se colocaran en el pellejo de las personas que vieron cómo sus familiares eran torturados o asesinados frente a sus ojos; o quizás en el lugar de los que hoy en día viven en tortura permanente, que son aquellos que cuando tocan la puerta de su casa, abrazan la esperanza de que sea su hijo, hija, padre o madre que regresa del olvido para enfundarse en un abrazo eterno, esos son los desaparecidos de nuestra vida.
No existe capacidad de empatía suficiente para entender a aquellos pueblos indígenas que, con neonatos en brazos, se encaminaron selva adentro para resguardar su vida, dejando todo lo que conocían atrás y haciendo del monte su refugio. Para lograrlo, muchos debieron reprimir el llanto de sus bebés, para evitar que el ejército los detectara, esa represión a una emoción tan natural como el llanto de un bebé, provocó grandes secuelas psicológicas en esos niños. Pero este fue, sin duda, el mejor de los casos, pues existen también los que reprimieron tanto el llanto de sus bebés, que acabaron con la vida de ellos.
¡Y pensar que uno de padre está dispuesto a morir por los hijos! La represión y el instinto de supervivencia convirtió en parricidas a aquellos que simplemente buscaban vivir.
Con todo el significado del conflicto armado interno en Guatemala, la época de la anhelada paz inició con algunos avances en la implementación de los doce acuerdos de paz, principalmente el del establecimiento de la Comisión de Esclarecimiento Histórico. Las víctimas y la sociedad civil presionaron para dotar de institucionalidad al proceso de paz. Instituciones como la Comisión Presidencial Coordinadora de la Política del Ejecutivo en Materia de Derechos Humanos –COPREDEH–, la Secretaría de la Paz –Sepaz–, el Consejo Nacional de Cumplimiento a los Acuerdos de Paz –CNAP– y la Secretaría de la Mujer –Seprem– son algunos de los esfuerzos que dotaron de oficialidad al proceso de paz.
A iniciativa de varias entidades de sociedad civil, se instaló el Programa Nacional de Resarcimiento –PNR– cuyo objetivo era atender a la población víctima del conflicto, a través de un programa de reparaciones integrales.
Con los obstáculos de siempre, las instituciones y la sociedad civil continuaron trabajando en favor de esa paz firme y duradera, para que no sea letra muerta, sino que llegue a todas aquellas víctimas del periodo bélico en Guatemala.
Poco más de 23 años se han cumplido desde la firma de la paz, y en ningún gobierno peligró tanto la institucionalidad de la paz como en el del señor Giammattei. Este ha dado grandes pasos para la eliminación de las instituciones enfocadas en la temática, cientos de trabajadores de la Sepaz y del PNR han sido despedidos de sus trabajos, y los compromisos con las víctimas, que ya eran escasos, parecen llegar a su fin.
Lamentablemente, la pandemia del COVID-19 ha dado la excusa perfecta al presidente, que ya cargaba bajo el brazo la propuesta de eliminar la institucionalidad de los derechos humanos, bajo el argumento del ahorro y contención del gasto. Sus reiterados pronunciamientos sobre el cierre de esas entidades cada vez se vuelven una realidad.
Si bien es cierto, en este momento la prioridad debe ser la salud, es importante reconocer que las víctimas del conflicto armado interno llevan años padeciendo las secuelas provocadas por el estallido social de aquellos años, su espera de una respuesta ha trascendido varios gobiernos.
No debe ser ninguna sorpresa, tampoco, que el hombre que ya va camino a ser un segundo Morales nunca ha sido fanático de los derechos humanos, se siente una víctima del sistema de derechos humanos, principalmente por su periodo en la cárcel acusado de ejecuciones extrajudiciales.
No se vale, por otra parte, que sus caprichos y su poder le lleven a tirar por la borda un proceso de país. Es importante que dimensione su rol de jefe de Estado y, por ende, sea consecuente con un compromiso de Estado. La comunidad internacional ha apostado mucho por el proceso de paz, el cual no solo ha beneficiado a las víctimas, sino también a Guatemala, al proyectarse como un país comprometido con el pleno respeto de los derechos humanos.
Optar por una decisión tan radical pone en peligro no solo la imagen de Guatemala en el concierto de naciones, sino que revictimiza al recurso más valioso que posee el país, sus hombres y mujeres que guardan la esperanza de que los abusos vividos durante la guerra no vuelvan a tener lugar jamás.
Así nos encaminamos al 24 aniversario de la firma de la paz, el 29 de diciembre será clave, sabremos si la institucionalidad de la paz continúa, o si en realidad el señor presidente será recordado como el peor hijo de puta que pasó por el Gobierno.
Carlos Juárez
Estudiante de leyes, aprendiz de ciudadano, enamorado de Guatemala y los derechos humanos, fanático del diálogo que busca la memoria de un país con amnesia.