Minidemocracia en agonía
Virgilio Álvarez Aragón | Política y sociedad / PUPITRE ROTO
Cuando en 1985 un sector de la sociedad dispuso intentar dejar de lado el Estado terrorista autoritario y redactar un nuevo pacto social, la ilusión de las derechas que lo redactaron era empezar a jugar, entre ellas, seriamente a la democracia. La necesitaban para salir del canibalismo en el que habían caído, indispensable si querían circular por el mundo con trajes menos sucios de sangre y ser aceptadas por las derechas del mundo moderno.
Como en el intento semicivilizador de 1965, las derechas de 1985 querían tener reglas claras para disputarse el poder, pero dejando de lado a los militares, que solo se habían servido de él para ser un grupo más en la contienda por las riquezas públicas. Se establecieron, en consecuencia, poderes independientes que sirvieran de contrapeso al presidencialismo que, autoritario y personalista, era supuestamente la base y fuente de los abusos, atropellos y corrupción sufridos hasta entonces. Así, el Tribunal Supremo Electoral, la Corte de Constitucionalidad y la oficina del Procurador de los Derechos Humanos cobraron vida, no como serviles instrumentos de quien ejerciera el poder, sino como jueces y árbitros para mantener una relación civilizada y pacífica entre las distintas fracciones en las que, imaginaban, las derechas estarían organizadas de allí en adelante.
La Constitución política de 1985 fue un acuerdo que, conscientemente, excluía a las izquierdas y a los pueblos indígenas. Fue un acuerdo entre los ladinos y criollos de derecha, es decir, entre los distintos grupos de interés del poder económico, en el que los más progresistas lograron incluir los derechos humanos como una gentileza para con el mundo civilizado, y los más recalcitrantes limitaron férreamente los derechos sociales. Las reformas de 1993 le dieron el toque neoliberal que todos añoraban y, con la derrota de la consulta popular de 1999, establecieron los candados para que ni indígenas ni progresistas de izquierda pudieran afectar sus intereses.
Pero, perezosos y parasitarios, estos grupos no construyeron y mucho menos consolidaron sus organizaciones políticas y, en la búsqueda incesante por caudillos que les ahorraran esfuerzos, apenas Álvaro Arzú Irigoyen pudo ser su Rafael Carrera del siglo XX. Sin la opción de compra de militares para dar golpes de Estado y organizar grupos de sicarios de verde olivo y charreteras, en los últimos treinta años han salido a comprar políticos ambiciosos, cada vez más ignorantes e incapaces, apenas interesados en apropiarse ilegítima y hasta ilegalmente de cuantos recursos públicos puedan estar a su alcance.
El fondo del pozo pareció ser la estructura criminal liderada por el general Pérez Molina, a la que la Cicig hizo volar por los aires en un momento en el que, se suponía, la regeneración política podría dar un nuevo rumbo democrático a este pacto de élites de derecha. No sería la fundación del Estado plurinacional antioligárquico, pero al menos se le imaginaba democrático y eficiente en el respeto a las libertades individuales y derechos colectivos.
Pero los seis grandes capitales que financiaron ilegalmente a Jimmy Morales decidieron no solo fraguar un fraude electoral, sino, además, imponer su impunidad a toda costa. Así, con sus alianzas y sobornos, han ido socavando aceleradamente el débil entramado democrático que sus propios representantes diseñaron en 1985. Quieren de nuevo jueces dóciles, duros con el pobre y sumiso, condescendientes y cómplices del adinerado y oportunista.
Las evidencias presentadas por la FECI contra Gustavo Alejos, el grupo de diputados y candidatos a magistrados que junto a él negociaban manipular el proceso de elección de magistrados, exigían un posicionamiento claro y rotundo contra estas prácticas, pero, contrario a lo imaginado hace treinta y cinco años, los grupos de ladinos-criollos de derecha que controlan la economía prefirieron amparar a las mafias, demostrando, una vez más, que no quieren que las instituciones funcionen para el beneficio de todos, sino solo para satisfacer de sus intereses.
El Cacif, voz pública de los intereses de los grupos económicos más poderosos, se ha puesto a la par de la ultraderecha neofacista y los políticos abiertamente oportunistas y corruptos no solo para imponer magistrados que apliquen las leyes a partir de sus particulares intereses, sino para destruir poderes independientes como la Corte de Constitucionalidad y la institución del Procurador de los Derechos Humanos.
Aprovechando la desmovilización social que produce la crisis sanitaria, estos grupos, cual vándalos callejeros, han dispuesto desmantelar a garrotazos la frágil y mínima institucionalidad con la que contamos. Cooptado el Tribunal Supremo Electoral, quieren poner de rodillas a la Corte de Constitucionalidad y desaforar al procurador de los derechos humanos. No les quieren independientes, sino sumisos, como tienen ya a la Corte Suprema de Justicia, surgida «al rededor de una cama» en el pacto satánico entre Manuel Baldizón y Alejandro Sinibaldi, con el muy probable apoyo de Mario Estrada y Mario Leal.
Sin importar si presumen ropa de marca o traje a rayas, la finalidad de estos grupos es destruir todo aquello que garantiza el Estado de derecho. Pero si quienes guardan prisión solo se concentraron en la CSJ, quienes se pasean en libertad buscan ganar con «cartón lleno», ya que tienen en la mira tanto a la CC como a la oficina del PDH, ahora que ya tienen en sus bolsillos el TSE y la Junta Directiva del Congreso.
Tal vez por ello, defender e impedir el desaforo de los miembros de las las instituciones que el pacto de derechas de 1985 estableció, sea el más ciudadano y responsable acto que la sociedad guatemalteca tiene. Cruzarnos de brazos y dejar que logren su empeño es permitir que regresen al país a los cruentos y oscuros años de los regímenes del terrorismo y corrupción de Estado.
Si el Cacif y sus operadores decidieron mirar solo para atrás, es obligación de los guatemaltecos honestos defender las instituciones y mirar hacia adelante.
Imagen principal de Mario Rosales, tomada de Twiter.
Virgilio Álvarez Aragón
Sociólogo, interesado en los problemas de la educación y la juventud. Apasionado por las obras de Mangoré y Villa-Lobos. Enemigo acérrimo de las fronteras y los prejuicios. Amante del silencio y la paz.