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Reflexiones críticas sobre el anticomunismo como ideología y práctica de poder (IV)

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Reflexiones críticas sobre el anticomunismo como ideología y práctica de poder (IV)

Mauricio José Chaulón Vélez | Política y sociedad / PENSAR CRÍTICO, SIEMPRE

Continuando con esta serie de columnas sobre las reflexiones críticas del anticomunismo como ideología y práctica de poder, producto de mis investigaciones en el Programa Crítica a la Modernidad Capitalista en el Instituto de Investigaciones de la Escuela de Historia de la Universidad de San Carlos de Guatemala, específicamente en la línea Genealogía del anticomunismo en Guatemala, y con el objetivo de estar a disposición de la sociedad guatemalteca que es la real propietaria de este conocimiento ya que ella lo patrocina con sus impuestos para que nuestras investigaciones sean posibles, presento esta cuarta parte que comienza a tratar cómo el capitalismo a partir de la tercera década del siglo XX constituye el anticomunismo como su ideología central.

En la organización que puede ir transformando las conciencias, las prácticas y las relaciones, el sistema socioeconómico dominante –establecido como cultura dominante– tiene a su contrario, a su antagónico, y tratará de cambiarlo, de disciplinarlo, de normarlo y de dominarlo en función del sistema mismo, y si no es posible hacerlo, lo eliminará a través de distintos mecanismos, es decir, tratará de destruirlo. Ese antagónico es un sujeto y sus prácticas son relaciones e interacciones sociales. Lo mismo sucede con el poder dominante: también son sujetos, también está constituido de relaciones sociales e interacciones complejas.

Ese sujeto antagónico del sistema dominante busca la defensa y el retorno a lo común, aunque no lo plantee así siempre. Sin embargo, paradigmas como el Buen Vivir y otros similares ya lo plantean de manera directa, criticando la relación capital-trabajo y capital-naturaleza, refiriéndose a que lo común es un punto de partida y de llegada en las luchas sociales. El capitalismo ha terminado de acumular lo común de una forma voraz, incluso llegando a contradecir sus principios liberales. Por ello es que, como lo plantea Zizek, el divorcio entre la democracia liberal y el capitalismo se ha consumado [1]. El pensamiento crítico, fundamentado en el marxismo, también ha profundizado en el análisis de las relaciones de poder y ha logrado definir las maneras en que el capitalismo ha acumulado y cómo esa relación de despojo y de formación de un sujeto despojado es la constitución de las relaciones capitalistas. A partir de eso, se recupera la categoría de comunismo que en el siglo XIX tomó fuerza organizativa, porque se reflexiona seriamente sobre lo común y a partir de ello se construye una filosofía política y una praxis.

Si bien es cierto que el comunismo no es la única filosofía política y praxis que defiende lo común y tiene un sentido de ello, se constituyó en el planteamiento que de mejor forma organizó en el seno de las relaciones capitalistas a los sujetos antagónicos, por lo que en ellos dimensionó el sistema dominante a la amenaza directa de sus intereses. Lo común para el obrero industrial era defender su trabajo, sus cuerpos, sus derechos que el liberalismo pregonaba como libertades y principios supuestamente para todos. Hoy, convergen algunas de esas luchas con las defensas por el territorio, las cuales también son históricas, pero el sistema dominante no las había dimensionado como peligrosas porque las neutralizó por medio de genocidios, etnocidios y múltiples despojos. Sin embargo, la globalización ha generado sus propias contradicciones y eso permite que las resistencias históricas de los pueblos originarios y sociedades ancestrales se fortalezcan y de alguna manera vayan encontrando convergencias con varias de las luchas proletarias. Debemos, como también lo plantea Zizek, continuar analizando críticamente la proletarización y al sujeto proletarizado [2]. ¿De qué se nos despoja ahora mismo? ¿Cuáles son las cosas, bienes y relaciones comunes que estamos perdiendo? La lucha por lo común debe seguirse haciendo consciente.

En ese contexto, el sistema dominante plantea su anticomún en la segunda mitad del siglo XIX y durante todo el siglo XX de manera sistemática a través de representar al antagónico como un sujeto portador de antivalores, quien se opone al progreso. Así, se refuerza el eurocentrismo y la blancura como las representaciones de lo civilizado, de lo avanzado, y se retoman categorías como el salvaje, el bárbaro, el otro que no es para representarlos como lo contrario.

Todo aquel y todo aquello, entonces, que no sea válido como lo represente y defina el poder está, por ende, invalidado. Se combate al comunista, al socialista, al anarquista, al librepensador porque se sabe que es un antagónico que altera los objetivos del sistema dominante. Luego, al campesino indígena o mestizo empobrecido, al sujeto ancestral que defiende su territorio y su cultura, al que desde sus diferencias con lo normativo plantea otras formas de comprender el mundo y de construir relaciones. Pero a todas y a todos se les llama comunistas. Es más cómodo para el poder generalizarlos, homogenizarlos. Así, no hay justificación para su defensa ya que el anticomún, sistematizado desde el siglo XIX y a lo largo del XX como anticomunismo, se posiciona y se representa como el defensor de valores normales: el cristianismo, la ciencia occidental, la blancura, el mestizaje en términos de la blanquitud, la heteronormatividad, el patriarcado, el nacionalismo radical, el individualismo, el éxito mercantil capitalista, la propiedad privada. Inclusive, en la fase neoliberal que se vive en el presente, lo público queda subsumido a los caracteres de lo privado.

Por ello, una de las primeras instituciones totales que se declara anticomunista a través de condenar abiertamente al comunismo es la Iglesia católica. El papa Pío IX, en su encíclica Qui Pluribus de 1846, lo enuncia. Al mismo tiempo lo hará el Estado capitalista, entendido el Estado como una relación social. Este, sistemáticamente, irá construyendo el anticomunismo como ideología central, y mientras más agudas sean las contradicciones del modo de producción y del sistema socioeconómico, con más fuerza establecerá su política anticomunista. Es así como el anticomunismo se convirtió en política de Estado en las relaciones capitalistas, y la institucionalidad del mismo se totalizó para evitar que las transformaciones cualitativas, es decir revolucionarias, se llevasen a cabo.

Así, la construcción del poder y de la hegemonía desde los centros hacia las periferias generó que el sujeto que perseguía la defensa de lo común fuese criminalizado. La disputa del poder capitalista en la Segunda Guerra Mundial determinó que la bipolaridad este-oeste se definiera en una guerra ideológica, política, económica y de conflictos regionales que la historia ha dado en llamar Guerra Fría. En el hemisferio occidental, los Estados Unidos establecieron una política anticomunista, tomando como referente a su enemigo mundial, la Unión Soviética. Desde ese ejemplo representaron el ser comunista, adicionándole después a la Revolución cubana y a Vietnam. Representaron esos hechos históricos y a los sujetos que se mostraban críticos con el sistema dominante como anormales y portadores de antivalores. Por ello se construyó un ideario hegemónico, nutrido de discursos, símbolos diversos y otras prácticas estratégicas.

En esa línea, el papel de las clases dominantes y grupos de poder consiste principalmente en viabilizar que ese ideario dominante tome una forma ideológica, para que pueda sustentar la acción social desde la psiquis, la voluntad, el imaginario social y las representaciones. En otras palabras, que la superestructura sustente a la estructura y viceversa. Esto sería lo que le da un ethos, un sentido al sistema dominante, constituyendo su espíritu que se mueve desde esa ética. A partir de esto, podemos empezar a considerar al anticomunismo como espíritu y ética de la modernidad capitalista desde la tercera década del siglo XX.

[1] Cf. Slavoj Zizek. (2015). Pedir lo imposible. Edición de Yong-June Park. Madrid: Akal. p. 38.
[2] Ibíd, pp. 71-74.

Mauricio José Chaulón Vélez

Historiador, antropólogo social, pensador crítico, comunista de pura cepa y caminante en la cultura popular.

Pensar crítico, siempre

1 comentario

  1. Estimado Mauricio José Chaulón Vélez, me parece excelente y correcto lo que escribes. Sin embargo, necesito hacer una observación a manera de reflexión propositiva.

    De manera puntual y acertada indicas que “la sociedad guatemalteca que es la real propietaria de este conocimiento ya que ella lo patrocina con sus impuestos para que nuestras investigaciones sean posibles”. Lamentablemente, esa misma sociedad tiene enormes, por no decir imposibilidad, dificultades de captar la esencia de lo que escribes.

    Ubiquémonos en la Guatemala real fuera de los jardines, predios, muros, de las aulas universitarias y podremos ver que incluso dentro de las ciudades universitarias el nivel educativo, formativo, el aprendizaje de lectura, reflexión y comprensión son elevadamente bajos. Y eso, cuando con esfuerzo se lee.

    Considero que debemos hacer el esfuerzo de escribir, sobre todo en medios periodísticos, culturales, de una mayor difusión, con un lenguaje más explicativo, mas sencillo y directo, con menos exigencias de abstracción, para que el contenido y mensaje de lo escrito sea más comprensible.

    Algunas expresiones para ilustrar mi opinión: “el sujeto antagónico”, “sistema dominante”, “paradigmas”, “la relación capital-trabajo y capital naturaleza”, todas escritas en cuatro líneas de un solo párrafo ya exigen un elevado nivel de comprensión idiomática y abstracción que permita identificar lo que dice y sus relaciones. En Guatemala, esa es una tarea muy difícil.

    Espero pudiéramos encontrar formas mas sencillas y directas de escribir, sin creer que estoy intentando decir que “si queremos comunicarnos con las masas trabajadoras debemos vestirnos con la vestimenta escrita y hablada del obrero, del campesino, del indígena, para que se nos entienda”.

    Gracias,
    Jacobo Vargas-Foronda.

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