¡Quémenlo!
Julio Floresache | Arte/cultura / EL ARTE DE LA FUGA
Domingo, 6 p. m.
Despierto de una siesta obligada por la lluvia. Abro mis notificaciones de WhatsApp y leo dos mensajes sobre el mismo asunto. Ambos mensajes me ponen al tanto de la tragedia. A partir de allí, siguen llegando notificaciones de otras personas que quieren mostrar su indignación, su rabia, su asombro ante la infamia. Como queriendo, todos, con ello, retroceder el tiempo al menos lo necesario para detener los acontecimientos. Imagino la secuencia según las narraciones de los medios que le pusieron atención, los mismos que informan sobre lo que pasa en los niveles de la marginalidad, no son los medios oficiales ni los comerciales, a esos hay que esperar que algo los mueva, alguna influencia superior o un patrocinio bajo la mesa, esos informarán hasta el día siguiente, cuando se hayan estirado las fuerzas de la cólera que se libera en las redes sociales, hasta que los corresponsales en el lugar de los hechos hayan redactado sus comunicados y comiencen a repetir el mismo texto una y otra vez. Esa secuencia repetida del «hombre que fue quemado por brujo», elevada al morbo de socializar el video que muestra la escena, como justamente me llegó entre los mensajes mencionados, me hace ahora intentar una vez más la reconstrucción de los mecanismos que pueden provocar un suceso de esa naturaleza.
Viernes, 8 a. m.
Trato de ponerme en los zapatos de todos los actores de ese teatro que no es ficción, es la pura realidad que no se puede tocar si uno no está allí, si uno solo es un pobre espectador que se entera desde la centralidad de la ciudad a cientos de kilómetros de distancia. Quiero tratar de entenderlos, de asumirlos como seres que con certeza se enfrentan al día a día desde su visión del mundo como comunidad. Trato de no verme influenciado por mi propia experiencia desde la narrativa familiar o desde la historia, ese ejercicio que hurga desde la memoria colectiva aunque casi siempre sea escrita por quien detenta el poder. Escribir es un poder, y me asumo como poderoso al tener este privilegio. Por eso este intento puede ser valioso, al menos para reflexionar sobre algunos aspectos de la cuestión.
Ideas desordenadas, recuerdos vagos de historias leídas en los libros que cuentan esa historia oscura, anéctodas contadas por los abuelos y abuelas en torno a la mesa arrojan la imagen de los reyes quichés quemados por los europeos para imponer su dominio, racismo y odio de unas etnias guiando a los genocidas por los senderos de la montaña y la selva de Guatemala para facilitarles la empresa de eliminar al otro, para luego ser eliminado o sojuzgado también bajo los mismos términos. Y la fe como estandarte mediante la espada y la cruz, el cambio cultural, la destrucción del tejido social y la eliminación simbólica de la cosmogonía mediante la construcción de templos justo sobre los altares y centros ceremoniales de los vencidos. Y allí se funda la colonia que expolia hasta hoy, con sus devenires oligarcas, la riqueza y el trabajo de todo un país que se arrastra entre una modernidad coja y las exigencias de la globalidad.
Pero esa es la novela, la narrativa grande o la antología de memorias que nos han sido contadas, las que afectan a la nación, en una relación holística que se construye de lo que cada persona podría contar desde su vivencia en comunidad. Y sea por rasgos de etnia, religión, afiliación política o clase social, hay lugares comunes de odio y desprecio que si bien no llegan a los daños materiales, podrían haberlo hecho si tan solo hubiera alguna chispa que lo permitiera.
Está el caso de mi abuelo Chema, odiado por la familia de su esposa, la abuela María, en Santa Catarina Pinula. Se habían vuelto evangélicos presbiterianos en 1925, y por eso, cuando mi papá, con sus hermanitos de 6, 8, 9 y 11 años iban a visitarla, a ella, a la bisabuela, aquella vieja católica cachureca [1], ella los insultaba y no les daba de comer aunque todos en la familia de aquella casa estuvieran ya en la mesa. «¡Ya vienen los aleluyas!, mejor váyanse allá atrás entre los árboles, patojos cabrones», eran las letanías eternas y las chifletas. Y ese era el caso de todos los evangélicos en los centros urbanos donde comenzaban a proliferar toda especie de iglesias, cuando todavía tenían cierto orden que obedecía a una jerarquía. Está también el caso de mi abuela Toya (abuelita materna, Toyita, para los que sienten que suena pesado), por allá por 1930, vendedora del mercado y católica, convertida en evangélica bautista. Improperios, insultos, acoso laboral, «ya viene la avangelista (sic), la aleluya». Le escondían su mercadería en el mercado, las otras «marchantas» que antes eran sus amigas. En la cuadra, sus vecinas y algunas amigas de muchos años ya no la invitaban a las fiestas y también la insultaban. Pero, lo más cruel, su propio hermano cachureco, la echó de su casa propinándole una bofetada, la insultó y le dijo hasta de qué iba a morirse, aunque él murió muchos años antes que ella. Son casos, ambos, que muestran la intolerancia de aquellos años hacia lo diferente por razones de religión, lo que no exime a ningún actor de sus propias respuestas ante los hechos, es decir, esto pudo haber generado una reciprocidad lógica como el amor-odio de las parejas y de las personas en las relaciones afectivas, dando lugar a respuestas violentas, aunque no fue el caso.
Un tercer caso ocurre ya en el espacio laboral que me toca como músico. Un conjunto marimbístico, todos católicos o lo que sea decirse católico. Uno de los compañeros decide convertirse en testigo de Jehová. Por otro lado, acabo de llegar yo, saliendo de la profesión de fe evangélica por diversas razones que no vienen al caso. Estamos los 2, un testigo de Jehová y un evangélico que ya no lo es. A ambos se nos cuestiona la creencia diferente. Se nos critica por hacer algunas cosas que se supone que por ser de tal o cual fe no se deben practicar. Se hace hincapié en eso hasta el cansancio, juzgando y echando en cara como un juzgado de todos contra esos dos diferentes. Se llega al punto de los insultos, de las descalificaciones y del odio. Lo digo ahora de manera impersonal, viene el que ya no es evangélico, ahora es ateo, y los confronta, los hace hundirse hasta el fango de sus propias miserias existenciales mediante argumentos claros y concisos, los hace (los hago) revolcarse en la mierda de su hipocresía y les doy vuelta con todo y su dios y su cruz y sus santos, hasta que por fin nos dejan en paz, ya no tienen más argumentos, se les acabó la fiesta. De esto hace unos veinte años, hay respeto hasta donde se puede, no hubo violencia más que verbal, pero se acabó la intransigencia.
Sirvan estas líneas en memoria de Tata Mingo, que no debió haber pasado por ese violento, bárbaro y trágico episodio de odio, por la razón que haya sido, y como repudio a lo que está pasando ahora a la compañera Sara Curruchich. Para que estas cosas no se repitan más.
Según una entrada de Wikiguate: «se utiliza para referirse a las personas muy entregadas a las prácticas de la religión católica».
Julio Floresache
Músico con formación antropológica, o antropólogo con formación de músico. Escritor sin formación más allá de la lectura voraz. Publicó Tocar el cielo… con Editorial La Tatuana, Guatemala, 2010. Apasionado por la música, la cultura y la educación. Algunos textos suyos se han publicado en revistas virtuales y físicas.
Correo: [email protected]
Felicitaciones Licenciado nuevamente es un verdadero privilegio leerle…