Hablar locuras
Trudy Mercadal | Política y sociedad / TRES PIES AL GATO
En Estados Unidos trabajé un tiempo como intérprete médica, y un grupo en particular de psiquiatras y psicólogos me solicitaba a menudo para traducir en sus sesiones de terapia con internos latinos en un hospital psiquiátrico. Por razones de privacidad no les veía el rostro, me ponían en un speaker para interpretar. Casi todos eran psicóticos y sus delirios eran fascinantes, ¡algunos parecían poemas de Baudelaire! Oían voces y estas tenían mucho sentido para ellos. Recuerdo el respeto y la seriedad con que los psicólogos les escuchaban y conversaban. Pero eran los únicos, pues estaban encerrados y, aun cuando no, no se les tomaba en serio ni respetaba. Pero no siempre fueron seres confinados e irrespetados.
En la Grecia antigua, por ejemplo, era prohibido impedir a los locos hablar en público. Primaba la idea de que la locura o desorden mental venía de los dioses, idea que persistiría hasta la Edad Media, en que cada comunidad tenía a su loco, a su «negadito de Dios» (God’s fool). Por ende, en los disparates que decía el loco había una profunda sabiduría que había que dilucidar. De hecho, una de las mejores defensas para personas acusadas de blasfemia religiosa o subversión política en Grecia y Roma, era que estaba loca. Hipócrates escribió un tratado médico sobre la locura titulado Sobre el mal sagrado.
Es interesante que la ira —en particular los arrebatos en público (como los de ciertos presidentes)— era considerada un tipo de locura peligrosa, una irracionalidad que podía conducir a la tiranía, como Nerón y Calígula, quienes probablemente eran psicóticos. Si vemos hoy los discursos de tiranos como Hitler y Mussolini, se puede comprender esta creencia. Lo que hoy conocemos como depresión clínica era conocido como una forma muy extrema de «melancolía.» Los griegos también tuvieron nociones de fobias —«extraños temores»— y la psicosis extrema era «animalidad», la incapacidad de pensar coherentemente. En general, sin embargo, se le veía como un desorden que llevaba a las personas a ver y sentir las cosas de manera diferente o a sufrir de una exacerbada susceptibilidad.
No se les excluía, pero tampoco era un rollo superbenévolo. Filósofos griegos, como Aristóteles, consideraban la locura como una aberración de la naturaleza, en general perfecta, pues los griegos siempre aborrecieron lo imperfecto, feo, impuro y débil. Aun así, el loco no era responsable de sus acciones, se esperaba que su familia se encargara de él y hasta se le multaba si el loco cometía algún daño de cierto impacto. Por otro lado, a los psicóticos se les solía otorgar habilidades proféticas y oraculares, y sus verborreas se analizaban para determinar el futuro o una respuesta puntual a algo.
En las cortes reales de la Edad Media, el loco o tonto, fungía de bufón —el joker que se perpetúa aún en las barajas— y era este el único personaje de la corte que le podía decir sus verdades al rey en público, siempre y cuando lo hiciera en broma y de manera divertida. Algo así como el Rey Feo de la Huelga de Dolores cuando se sube a la tarima en la plaza central a decirle sus «verdades» al presidente y demás funcionarios. Pero en la Edad Media, quien dijera esas cosas a la realeza sin ser el bufón, el loco, el tonto, se jugaba la vida en la hazaña.
Con la Iglesia católica como ocasional avaladora, los delirios psicóticos eran a menudo considerados apariciones sobrenaturales (santos, ángeles, etcétera). La locura era un don de Dios y el loco, «tocado» por Dios (de ahí la frase «está tocadito», por decir que está loco). Tan así las cosas que Juana de Arco, que escuchaba voces, en lo que hoy día cabe dentro de cierto tipo de esquizofrenia, comandó ejércitos del rey de Francia en una guerra contra Inglaterra y tras morir fue canonizada por el papa.
Como documentan muchos estudiosos, como Michel Foucault en su magnífica Historia de la locura, eventualmente la enfermedad mental se llegó a considerar un castigo de Dios en lugar de un don y a sus víctimas se les internó en los leprosarios que quedaron abandonados al extinguirse dicha plaga. Esto obedeció a una ideología de confinamientos masivos a partir del siglo XVII, un movimiento de acorralar a grupos de gente vulnerable como los pobres, epilépticos, ancianos, huérfanos y otros marginados.
A partir de entonces, a los enfermos mentales —los locos— se les excluye de las comunidades y maltrata terriblemente. Pinturas de la época representan el «barco de los locos», naves defectuosas en las que embarcaban a los enfermos mentales y psicóticos de la región para soltarlos a su suerte en alta mar (y esto con el tiempo se convirtió en una alegoría literaria). Se consideraba a los locos como poseídos por demonios y como referencia se usaba descripciones bíblicas de «poseídos». Se les sometía a exorcismos, prácticas que subsisten en los márgenes hasta nuestros días y a tratamientos grotescos como encadenamiento, sumergimiento por horas en agua helada, privaciones, golpizas, electrochoques, por no decir abusos sexuales, hasta bien entrado el siglo XX.
Por otro lado, sí hubo a partir del Siglo de las Luces corrientes científicas que enfocaron la enfermedad mental como algo a ser tratado de manera médica y humanitaria. Entre estas, grupos como los cuáqueros, que creían en incorporarles a un hogar digno, el trabajo como terapia y el trato amable. Médicos y psicólogos humanistas, como Sigmund Freud, trataron a los enfermos mentales con empatía para generarles una mejor calidad de vida. Aun así, por décadas prevaleció el estigma y la brutalidad, posiblemente como consecuencia de un enfoque positivista en lo «racional» versus lo ambiguo y diferente, así como el temor a lo potencialmente subversivo (a lo que nos parece radicalmente diferente le llamamos «locura» y lo que no entendemos, lo que no cabe en el esquema, nos asusta).
Aquí me limité a ópticas occidentales de la locura, aunque entre culturas indígenas de las Américas se reconocía la enfermedad mental y se respetaba al «loco» como a alguien con el don de ver más allá de lo obvio y se le calmaba, si se necesitaba hacerlo, a través de prácticas espirituales y tranquilizadoras.
La verdad es que, en mucho, la locura es una construcción social. Así lo enfoca Foucault, es un sistema social que transformó el trato empático e integral que le daban a los enfermos mentales en la era clásica —tenían, después de todo, un lugar y función social en las comunidades—, a uno de marginación y maltrato.
La enfermedad mental, de hecho, es tan común como la diabetes y también se le puede tratar médicamente. Sin embargo, Foucault y otros pensadores sugieren que la excesiva prevalencia hoy día de psicofármacos para tratar la enfermedad mental, obviando por completo la psicoterapia, es una nueva forma de promover las viejas agendas de dominio que sirven para encasillar a las personas en categorías de conformismo homogéneo y mecánico típicas del sistema capitalista tecnócrata. Mientras en la psicoterapia prima la humanidad del paciente, la tecnocracia busca negar la amplia gama de individualidad humana y la subjetividad del ser.
Fuentes: Historia de la locura I, II, y III (Michel Foucault, 1961), «The Stigma of Mental Disorders: A millennia-long history of social exclusion and prejudices» (W. Rössler, Science & Society, julio 2018), «Ancient Philosophers on Mental Illness» (M. Ahonen, History of Psychiatry, Vol. 30, 2018), «Madness and Insanity: A History of Mental Illness from Evil Spirits to Modern Medicine» (L. Malcolm & C. Blumer, ABC Health & Wellbeing, 2 de agosto, 2016), «Michel Foucault’s Madness and Civilization: A History of Insanity in the Age of Reason» (K. Lakritz, Psychiatric Times, 5 de junio, 2009).
Imagen principal, Barco de locos de Ramón Astray.
Trudy Mercadal
Investigadora, traductora, escritora y catedrática. Padezco de una curiosidad insaciable. Tras una larga trayectoria de estudios y enseñanza en el extranjero, hice nido en Guatemala. Me gusta la solitud y mi vocación real es leer, los quesos y mi huerta urbana.
Correo: info@trudymercadal.com
Muy ilustrativo tu artículo. Creo que muchas/os le tenemos miedo a la locura.