A propósito de la muerte de un gran genocida
-Raúl de la Horra | PUERTAS ABIERTAS–
Una amiga me interrogó sobre el interés de seguir hablando del pasado y alimentar así conflictos y odios que probablemente no conducen a nada, como el que surgió en las redes sociales a raíz de la muerte del genocida General Ríos Montt. Como es un tema que nos concierne a todos, comparto aquí la respuesta que le di hace dos años, esperando que les sirva a otros:
Gracias por tu aporte, por tus dudas y preguntas. Tú planteas un tema que es complejo, y ante la complejidad no hay respuestas simples como quisiéramos o como a veces la mente quisiera, porque una cosa es la mente individual, que tiene que dirimir un problema que le atañe solo a ella como individuo, y otra son los asuntos que atañen a todo un conjunto o pueblo, en el que no está en juego un conflicto personal propiamente, sino la voluntad de exterminio de poblaciones civiles enteras (bajo las justificaciones que sean, que nunca fueron válidas), lo que significó el surgimiento de un agujero gigante de treinta años en la historia del país, un agujero nunca reconocido ni punido, lo que ha hecho que en la conciencia de la gente con un mínimo sentido de la dignidad, la cicatriz siga abierta porque mientras no les cercenen a las personas la memoria (lo que se ha intentado por todos los medios «educativos» habidos y por haber), el sentimiento de una gran injusticia, de una negación innoble y absurda, seguirá palpitando por los siglos de los siglos.
Una cosa son los fenómenos de la psicología individual, y otra los de la psicología social, cada uno de esos campos tiene su propia lógica y sus propias leyes, digamos, que no son ni equivalentes ni comparables, aunque tengan lugares y temas de cruzamiento. En el caso del genocida Ríos Montt, hay un gran problema: nunca se hizo justicia por los crímenes que cometió. Fue blanqueado. Hubo un juicio, una condena, y luego una absurda y vergonzosa anulación de la condena por la Corte Constitucional, permitiéndole al genocida, «por razones de salud», ir a recibir todo tipo de atenciones a su casa. Imaginémonos por un momento que en los juicios de Neuremberg, en Alemania, contra los dirigentes nazis que habían orquestado el genocidio judío, de pronto una corte hubiera anulado las condenas y hubiera enviado a su casita a los malhechores. ¿Con qué sentimiento de tomadura de pelo se habría quedado el mundo? El tema seguiría candente hasta el día de hoy, como todavía lo sigue en España –a pesar de la supuesta ruptura radical con el franquismo–, porque jamás se quiso hacer justicia y condenar, así sea simbólicamente, a los responsables, ni siquiera se ha permitido investigar dónde fueron enterrados los muertos víctimas del fascismo.
Y es que no se trata de ensañarse contra el cadáver de un difunto. De lo que se trata es de entender lo que ese cadáver simboliza: el oprobio, el cinismo, la indiferencia, la crueldad de un ser humano que perdió todo sentido de humanidad hacia las personas y hacia su pueblo (aunque tanto él, como Hittler o Franco, o Mussonlini, en el ámbito privado, eran probablemente excelentes y simpáticos padres de familia, que amaban a los niños y a los perros). A un asesino individual le pueden caer bastantes años de prisión, pero a un asesino de masas, no solo no suele caerle ninguno, sino que se hace todo lo necesario, estatalmente, socialmente, ideológicamente, para convertirlo en héroe, y para hacernos entender que constituirse en uno de los mayores asesinos que ha conocido la historia del país, merece la consideración y estima que él nunca tuvo hacia las personas que mandó matar. Conozco a un militar norteamericano que en el momento del conflicto era informante de la CIA y que estaba presente a su lado el día en que Ríos Montt le dijo a un subalterno: «Máteme a todos esos indios hijos de puta». El militar en cuestión le dijo entonces, en perfecto español: «Mi general, un militar no se expresa así de la gente». A lo que Ríos Montt, poniéndole la mano en el hombro y dándole unas palmaditas, le respondió: «Usted no conoce esto, aquí estamos en Guatemala». El militar que vivió este episodio me ha contado la anécdota varias veces, porque se le quedó grabada en la cabeza y todavía le quita el sueño. Sin embargo, cuando se lo pedí, me dijo que jamás haría una declaración pública oficial al respecto, que lo tenía prohibido por las reglas de lealtad dentro de su rango y de su gremio.
Esto, solo para mencionar una anécdota sobre nuestro «querido general», que pasó a convertirse en héroe de las clases oligárquicas guatemaltecas desde que tuvo que comparecer ante la justicia, porque había el peligro de que otros como él también fueran a juicio (muchos miembros de la oligarquía prestaron sus avionetas para ir a bombardear aldeas indígenas con napalm y fueron cómplices de las masacres). Antes, lo consideraban –no olvidemos el famoso «viernes negro» organizado por Ríos Montt para pedir ser candidato a la presidencia de nuevo, que aterrorizó a todos los empresarios– como un vulgar «cuque» o militarcillo sirviente de ellos («cholero» se les dice en Guatemala), que se había convertido en un «loco populista». De la noche a la mañana, a partir del juicio contra el general, la oligarquía lo transformó en héroe y lo sigue considerando como tal, y es asombroso cómo mucha gente de las clases medias así lo considera también, uniendo rezos, plegarias, loas y cánticos en su honor, como se hizo igualmente con el general Ubico. Porque acá, sobre todo entre las clases medias, hay una fuerte afición y admiración por todo lo que huele a autoritarismo, sea el autoritarismo de la pólvora, o el del crucifijo, o todavía mejor, al autoritarismo de ambos al mismo tiempo.
La situación es simple: en Guatemala nunca ha habido un verdadero ritual de resarcimiento colectivo, toda la maquinaria ideológica de las élites más conservadoras repite la misma cantaleta: «olvido, olvido, hay que olvidar, la vida sigue», sin tener la capacidad, ni la inteligencia, ni la voluntad, de comprender que mientras no se haga justicia, mientras no se cumpla la justicia, mientras el Estado no concentre su atención en la gente que sufrió injustamente el odio de sus dirigentes y cómplices, nadie va a olvidar, el recuerdo del oprobio seguirá conquistando jóvenes y alimentando el odio, porque este continúa enquistado en todos los rincones de la sociedad y del Estado, aunque las clases dominantes intenten tapar el sol con un dedo.
Es claro que no avanzaremos con odios. Pero para que una sociedad se reconcilie consigo misma, se requieren muchos huevos, mucha voluntad política, muchos juicios pendientes, y hacer una limpia que a lo mejor es imposible, además de ir construyendo una sociedad más justa y eficaz, y por eso probablemente nos quedaremos atascados por mucho tiempo todavía. En lo personal, no he hablado en el muro del Facebook de la muerte del general, que más bien me entristece porque hubiera deseado que se pudriera en la cárcel. Supongo que sus deudos estarán dolidos por su fallecimiento, eso lo entiendo y lo respeto. Pero él no es una figura privada, sino que era una figura pública, y públicamente está cosechando lo que sembró. Por eso, el coro desafinado –como no podría ser de otra forma– de jóvenes que cantan y repiten en la sexta avenida del centro de la ciudad capital, vestidos de negro, «culpable, culpable», me parece una idea original y eficaz (para eso está el arte) que nos recuerda, como una letanía, que no habrá perdón ni olvido mientras la sociedad entera no haga una auténtica elaboración de su pasado, y no solo un simple entierro, porque los muertos –todos los muertos– nos siguen y nos seguirán hablando y persiguiendo aunque no lo queramos.
Fotografía principal por Daniel Hernández Salazar, tomada de elPeriódico.
»Raúl
Psicólogo, especializado en psicología social, y escritor guatemalteco. Profesor invitado en las universidades de Leipzig, Alemania, y de Cali, Colombia. Columnista de elPeriódico de Guatemala.
Muy buen artículo
Excelente que La Gazeta haya publicado este artículo que fuera bloqueado en días anteriores