Monseñor Romero, desde la coherencia
Marco Vinicio Mejía | Política y sociedad / TRAZOS Y RETAZOS
Hace 40 años, el espectro de la guerra civil recorría El Salvador. El lunes 24 de marzo de 1980, cuando pasaban veinte minutos de las seis de la tarde, un Volkswagen rojo ingresó en el hospital La Divina Providencia, en la colonia Miramonte de San Salvador. El automóvil se estacionó en la entrada de la capilla, a unos treinta metros del altar donde oficiaba misa monseñor Óscar Arnulfo Romero. De la ventanilla trasera asomó la punta de un rifle de alta precisión.
Poco antes de la sagrada consagración, monseñor Romero cayó al piso con la aorta desgarrada por una bala fragmentaria. Él era la única persona que podía denunciar lo que pasaba, lo que no decían ni la radio, ni la prensa, ni la televisión. El 30 de marzo de 1980, el féretro con su cuerpo era cargado rumbo a una cripta de la catedral. Se escucharon disparos provenientes del Palacio Nacional. Gente armada entre la multitud respondió. La suerte de El Salvador estaba echada y el país se precipitó hacia el horror. Solo ese año fallecieron 11 903 civiles.
Mientras Roberto D’Abuisson, el fundador del partido ultraconservador Arena, arremetía en un canal de televisión contra los «comunistas y traidores a la patria» que después aparecían muertos, monseñor Romero denunciaba los asesinatos en sus homilías. En medio de un clima de convulsión y violencia, era la voz más fuerte en defensa de las víctimas y en contra de la violencia estatal. Arena fue apoyado en las elecciones salvadoreñas por Álvaro Arzú y su estructura fue adoptada por la desaparecida GANA guatemalteca.
En 1993, la Comisión de la Verdad, creada por los Acuerdos de Paz, concluyó que el asesinato de monseñor Romero fue ejecutado por un escuadrón de la muerte dirigido por D’Aubuisson y por el capitán Álvaro Rafael Saravia. D’Aubuisson murió en 1992. En 2004, Saravia fue declarado civilmente responsable del crimen por una corte de Estados Unidos.
Cuando era amenazado de muerte, afirmaba: «Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño». Tan lejos y tan cerca, este hombre santo no vino a apagar hogueras sino a encenderlas. Nos enseña que ser uno mismo conlleva un alto precio. Denunciar las violencias y luchar contra la corriente son actos de fe, esa certeza de que los seres humanos podemos ser mejores, sin renunciar a nuestra humanidad.
Insistir en las adicciones al alcohol, las drogas, la pereza, las redes sociales. Si nos hundimos más en la mediocridad vital e intelectual o si nos mantenemos ciegos ante lo que sucede alrededor, el sacrificio de monseñor Romero habrá sino vano, no solo para el pueblo salvadoreño sino para quienes vemos hacia afuera, pero hacia adentro de nuestras debilidades.
Marco Vinicio Mejía
Profesor universitario en doctorados y maestrías; amante de la filosofía, aspirante a jurista; sobreviviente del grupo literario La rial academia; lo mejor, padre de familia.
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