El acontecimiento en el Lupita Cockroach
-Elvin Munguía | NARRATIVA–
La sinfonola digital había tragado el billete de 20 y la primera canción que marcó comenzó a esparcirse por el precario salón en donde se habían distribuido unas cuantas mesas rodeadas de bancoszancudos. El desconsolado estribillo, sin preavisos, entró en los oídos de uno de los consuetudinarios que estaba sentado en un taburete de la barra, esquina opuesta a donde estaba la cantinera; señora agradable, bromista, algo ajada por las noches de trabajo, sirviendo fuerzas y alegrías acumuladas en las botellas del frigorífico y en los anaqueles quien mientras se entretenía anotando lo vendido en un cuaderno, le hacía al tipo del taburete, con un temible deje de picardía, la mención de un recuerdo.
Palabras, risas e historia, se vieron aprobadas por el acompañante del tipo del taburete que después de un buen trago de cerveza se llevaba las manos al pecho y no escatimaba los gestos de haber tenido quizá, un desconsuelo que aún se paseaba imperceptible por sus venas y sin más qué decir, la afligida canción se lo traía a este presente. Así, con el dolor de las rememoraciones, los tres rieron como buenos cómplices.
Luego, se reprodujo una canción que tenía otro tono y dejaba menos quistes en el pecho. La plática con la cantinera y el otro acompañante continuó entre chilindrinas y violentos ademanes que nada más mostraban las implicaciones de la historia, que no era otra que la exageración de un hecho lejano; que poco a poco se le alojó, sin percatarse, entre los pulmones y el esternón como un recuerdo menudo.
Otros tres hombres estaban sentados en la mesa del fondo, cercana a la puerta del baño, de donde se podía tener una vista de todo. Hablaban de política y de lo «buena» que estaba la mujer recién llegada y que por la confianza con que saludó a los de la barra y a la señora que atendía, se deducía que también era parte de la planilla achispada del bar. Comentaron de sus piernas, de los hoyuelos en los lumbares, de las bragas que se le mostraron al sentarse, de su tentador, generoso y magnético escote.
La rockola cambió el blues que sonaba por una ranchera de Vicente Fernández. Un hombre que, inadvertido aún, se había quedado en una mesa cerca de la ventana y quien parecía no dar un trago más a la botella, despidió un grito charro para luego quedarse inmóvil, viendo hacia la nostálgica calle de rasgos coloniales entre las aberturas de las celosías.
Un televisor de plasma, sobre el dintel de la puerta principal, delataba desde una cámara externa todas las personas que caminaban por la acera del bar y también a aquellas que entraban en busca de un poco de alegría o un poco de olvido.
Las pláticas se hicieron más audibles cuando la sinfonola se calló de pronto. Solo un televisor en una de las esquinas del estanco mostraba un video de Bee Gees: You don’t know what it’s like / baby, you don’t know what it’s like. To love somebody / To love somebody / The way I love you. La bartender tomó el control y subió el volumen. Todos se quedaron haciendo de coristas a lo que restaba de la canción.
Afuera del Lupita Cokcroach, el sol se iba acercando más a la noche. Su luz se atenuaba a cada segundo y el bar comenzaba a colorearse de una tonalidad violeta. Otros oscuros colores aparecieron misteriosos, galantes y agradables. Las luces de la sinfonola también se presentaron en colores parpadeantes. La pantalla digital mostró las imágenes de los discos y de los álbumes que se habían marcado. Los tres tipos de la mesa junto al baño se pusieron de pie; uno fue al baño, otro se fue a la barra y pagó. El tercero caminó a la puerta de salida, tiró del seguro, abrió la hoja y salió. Luego el del baño le dio alcance. Mientras, el sujeto que pagaba le dijo unas palabras a la mujer que mostraba las bragas. Ella sonrió, se le acercó a la mejilla y le dejó marcado un beso. En su atolondrado desplazamiento, buscó la puerta, beodo y satisfecho.
El tipo de la esquina de la barra se movió de su comodidad y pareció preguntarle al otro si le parecía que escucharan unas de sus viejas y favoritas canciones. El amigo aprobó. Otra vez la sinfonola volvió a la vida con una selección de Pink Floyd.
En eso estaban los pocos ahí detenidos, cuando la puerta se abrió y entró un grupo de jóvenes. Venían con sus caras contentas, discutiendo sobre las canciones que escucharían y las que cantarían.
Una de ellas cargaba un clarinete. Tenía una mirada curiosa e impaciente. Se acercó a la vitrola junto a otra de las chicas que parecía una mujer de buen mirar y con gustos tamizados.
En ese momento fue cuando los presagios comenzaron a mostrarse nada prometedores. Las chicas marcaron música de karaoke que a los demás presentes no les vino en gracia para nada. Todo se quedó en un oscurantismo repentino.
La chica del clarinete atrapó a las pocas gentes que estaban allí. Su voz limpia y educada quitó los gestos de disgusto de aquellos convergentes rostros en el Lupita Cokcroach. Interpretó canciones de una mujer que había muerto en un accidente aéreo. Eran canciones despechadas, canciones de mujeres dolidas y dejadas a la deriva de la incertidumbre y el no-amor; canciones que no tenían nada de creatividad y sonaban monótonas en la voz original. Sin embargo, en la voz de la clarinetista hasta parecían haber sido compuestas por una persona conocedora de la música. La otra chica, con su actitud altanera, hacía el intento por alcanzar los decibeles de la clarinetista. A los oyentes les parecía más bien una forma muy sucia de llamar la atención o de sacarse del despecho. Repitieron una, dos y tres la misma canción. En el último coreo, el percance ocurrió.
La figura de un hombre de 1.80, calvo y fortachón, se materializó en la pantalla del televisor como un vidente que no ve más allá de las imágenes borrosas del futuro. Entró y se sentó una butaca de por medio a la chica que enseñaba las bragas. Se saludaron, parecían conocerse, ella le dio un beso en la mejilla y le hizo un comentario. El individuo no gesticuló y pidió una cerveza. Parecía que ya había iniciado la ingesta del «aguamiel» mucho antes de llegar al Lupita Cockcroach. 10 minutos después, entraron cuatro muchachos, se sentaron en una mesa, pidieron cuatro kawamas. Sospechosamente, veían hacia el lugar del tipo recién llegado, señalaban con los labios y luego hacían como que calculaban sus fuerzas. Las chicas dejaron de cantar y se sentaron a degustar su cubeta de cervezas. En la pantalla del televisor de la esquina, nuevamente aparecieron los Bee Gees, el video de Staying a Live se mostraba, la sinfonola en ese mismo instante, también reproducía la misma melodía. Entre tanto, uno de los jóvenes se levantó, seguido del más fornido, ambos se pararon al lado derecho del tipo calvo, en un parpadeo y sin advertencias con una fuerza tal, lo empujaron, la mujer de las bragas que estaba cerca, también fue despedida del taburete. El hombre fue a caer sobre los otros dos jóvenes, sin distracciones le dieron de golpes con las botellas, el tipo no reaccionó, quedó noqueado. Posterior a eso, se sacaron las pistolas y apuntaron contra la señora que atendía detrás de la barra, quien se había quedado tan sorprendida como asustados estaban los augustos de la barra. Las chicas que aún comentaban alegres, lo cantado, con el micrófono en mano, no hicieron más que llevarse las manos a la cabeza y gritar.
Los muchachos que habían golpeado al individuo lo cargaron en hombros y lo subieron a un vehículo que se aparcaba prontamente. Uno de los que había empujado al hombre, sin enojos, aclaró, previo a una frase irónica, pagó las cervezas y los incomodos: «¡Feliz navidad! –dijo, y prosiguió–. Esto es un problema entre ese extranjero y nosotros. Sí alguien llama a la policía, la policía vendrá a llevarse a todos y entre los que vengan, estaremos nosotros para castigar a todos los habladores».
Su porte militar se notó cuando se dio la vuelta y salió sin alteraciones del Lupita Cockroach. La señora, acostumbrada a recibir a cuanto buscador de alegrías y olvidos, solo pudo exclamar: –¡Esto nunca había pasado!–. El acompañante del tipo de la esquina de la barra, ayudaba a levantarse a la mujer que mostraba las bragas. Las chicas cantoras estaban pálidas y se fueron al baño por un largo rato. La barwoman salió de detrás de la barra por una puertezuela refunfuñando, con una escoba, un recoge basura y un trapeador. Arregló las mesas, los vidrios de las botellas se barrieron y se trapeó el derrame de las cervezas, el de los gritos de charro seguía distraído en la ventana. El video de Bee Gees terminaba y la sinfonola le daba paso a un canción de Elvis: Suspicius Minds y nosotros, nosotros quién sabe por qué sospechosa fortuna, estábamos sorprendidos de lo súbito de los hechos, pero aún, «aún estábamos vivos».
Elvin Munguía
Hondureño, poeta, narrador, antólogo, extensionista cultural, editor (Goblin Editores), presidente de la Academia de Poesía Hondureña, consultor. Ha publicado libros de cuentos y poemas, y sus textos han formado parte de diferentes antologías de México, Colombia, El Salvador, Guatemala, Italia y Argentina.