Guatemala, país ocupado
Julio Floresache | Arte/cultura / EL ARTE DE LA FUGA
Entre 1963 y 1996
Guatemala fue ocupada militarmente
por su propio ejército [1].
Haga usted sus cuentas:
23 zonas militares en 22 departamentos, 247 destacamentos, 4 fuerzas de tarea, 4 conventos religiosos y 1 escuela convertidos en instalaciones militares. Cada fuerza de tarea era una «unidad móvil que operaba como un «núcleo militar heterogéneo en cuanto a la composición de sus fuerzas […] integrado por todas las armas profesionales (infantería, artillería, blindados, marina, fuerza aérea) y de organización variable», en cuanto a la cantidad de efectivos militares empleados». «Una compañía de fusileros estaba conformada por 170 hombres […] una fuerza de tarea podía estar conformada entre una y nueve compañías de fusileros, además de otras especialidades […] podían superar mil soldados profesionales» [2].
El 23 de marzo de 1982, cursaba yo el primero básico en el Instituto Mixto Rafael Aqueche, un establecimiento que de alguna manera había participado en los alzamientos estudiantiles como trinchera urbana contra los atropellos que cometía el Estado contra la población guatemalteca. Ese día quedaría grabado en la memoria como un día en el que no asistimos a clases, pues desde la madrugada se anunció que se estaba gestando un golpe de Estado militar contra el Gobierno militar de turno, que, mediante un fraude electoral, buscaba darle continuidad al régimen de Romeo Lucas García. Se hablaba de que los oficiales jóvenes del Ejército estaban convenciendo a Efraín Ríos Montt para que asumiera la jefatura del Estado. Recuerdo que quizá habrá sido a media mañana cuando anunciaron que, efectivamente, Ríos Montt había aceptado ser parte de una junta militar y que Lucas García ya no era el presidente constitucional de la República.
Entre todos esos recuerdos emergentes, aquel día, resonaba en la memoria la dichosa cancioncita que unos años antes, ahora sé que fue entre finales del 73 y principios del 74, había invadido el imaginario colectivo con la frase «mi papá votará por Ríos Montt, mi mamá votará por Ríos Montt, y lástima que yo, no pueda votar, porque votaría también por Ríos Montt». De tal suerte, no era necesario que le explicaran a uno quien era el dichoso señor del bigote que ahora salía en la tele rodeado de soldados y arremetiendo contra los comunistas que todo lo echaban a perder y andaban azuzando a la gente para convertirse a su «doctrina».
Por entonces, no habría sido posible que yo comprendiera la dimensión de las cosas que estaban sucediendo, si tan solo hubiera sido uno más de los estudiantes del Aqueche de trece o catorce años, que por aquellos días tendrían sin duda las hormonas a flor de piel y andaban en busca de aventuras amorosas o, incluso, revanchas de patojos por alguno que otro territorio que ya había sido tomado por los viejos, los que ya estaban en Magisterio y estaban por graduarse, o cualquiera de los grados intermedios. Seguramente, para ellos, nosotros no éramos más que unos simples mocosos de primero básico que no entendíamos las cosas en su justa dimensión. Esos graduandos habían estado en las protestas estudiantiles del 78, contra el aumento al pasaje, de 0.05 a 0.10 centavos, que los estudiantes de la AEU habían encabezado. Ellos habían visto la represión en su máxima expresión y el asesinato de Oliverio, las manifestaciones de campesinos y mineros de Huehuetenango, y si bien algunos incluso habían regresado al mismo Instituto como profesores, sabían de lo infinitamente peligroso que era tan solo hablar sobre tales temas con cualquiera que pudiera ser un oreja, un judicial o un esbirro del sistema.
Entre esos egresados y otros que eran de la Normal, de Belén, del INCA o del Central, estaban mis primos y algunos de mis hermanos mayores, así que yo sabía de primera mano que esos eran temas delicados y que la represión estaba a la orden del día. Sabía que un par de compañeros de clase de mi hermana fueron secuestrados en el 79, y que en la USAC se vivían momentos terribles en los que los judiciales y la G-2, que no se si eran la misma cosa pero eran igual de sanguinarios, se infiltraban para perseguir a los estudiantes que estuvieran involucrados en la lucha estudiantil. Los nombres de Germán Chupina Barahona, Manuel de Jesús Valiente Téllez o Donaldo Álvarez Ruiz resonaban como la expresión clara de la violencia organizada, asociada a otros personajes oscurísimos como Mario Sandoval Alarcón, Manuel Sisniega Otero u otro de apellido Aragón Quiñonez. Por entonces, Álvaro Arzú –también del MLN, el partido de la violencia organizada– había sido director del Inguat y daba sus primeros pasos dentro de ese esquema de fascismo solapado que demostraría más adelante. Ese 23 de marzo era la continuidad de esos acontecimientos terribles que un niño de trece años tenía en la memoria. No puedo asegurar ser el único que sabía todo eso y lo vivía con un sentimiento que rondaba entre el miedo y el coraje, entre la toma de conciencia y las ganas de salir corriendo, entre el terror y la impotencia.
Hoy sabemos, gracias a los testimonios de las víctimas, los libros e investigaciones realizadas por académicos y por los propios involucrados, que eran esos los peores años de la guerra, el tiempo exacto en que la guerrilla fue perdiendo terreno en el campo de batalla y cayeron los mandos urbanos en tremendos operativos de cientos de soldados contra unos ocho guerrilleros apostados en casas de seguridad, que los propios empresarios acompañaban los asesinatos de los dirigentes de la izquierda, y que todo fue un fuego cruzado para proteger los privilegios de la oligarquía. Del mismo modo, si a uno no le gusta mucho leer los libros de historia, existen elocuentes novelas que nos narran, de una manera más cercana a la cinematografía, los hechos de aquellos años, con lujo de detalles y descripciones a veces tremendistas sobre lo vil o lo sublime que puede llegar a ser la lucha encarnizada por los ideales o por la dignidad.
Entre todos esos documentos, Eduardo Galeano publicó, en 1967, trece años después de la intervención norteamericana, el libro Guatemala, país ocupado, un análisis de la ocupación y el retroceso de los logros revolucionarios de la primavera democrática de Arévalo y Árbenz, y muy recientemente, Glenda García y Núma Dávila publicaron La ocupación militar en Guatemala (1978-1985), un estudio sobre la estrategia contrainsurgente que se utilizó para ocupar prácticamente todo el país con zonas y destacamentos militares, bases y aldeas modelo. Llama la atención cómo la intención de describir con mapas de cada municipio ocupado, cada espacio imaginario invadido por el ideario militar y las ideas anticomunistas ejercidas mediante el terror de la masacre, la tierra arrasada y la desaparición forzada, con sus tácticas de violación sexual, desmembramiento y tortura, nos dan una visión de conjunto sobre el grado de penetración ideológica que llegó a ejercer sobre toda Guatemala la ocupación de un ejército que hoy debería seguir siendo juzgado por el genocidio. Son imágenes elocuentes que ennegrecen el panorama que se ha querido rescatar con los Acuerdos de Paz o lo que algunos llaman la traición del ideal revolucionario. Mínimamente uno esperaría ver un ejército reducido a la nada, en lugar de un presidente marioneta que ofrece hacerlo crecer de nuevo en términos de seguridad que compete a la sociedad civil y a organismos de inteligencia civiles.
Sirva pues, esta reflexión, como una ponderación de este nuevo libro para recordar que estamos próximos a cumplir 38 años de aquel enésimo golpe militar que significó también el penúltimo antes de los intentos democráticos que no terminan y no cuajan si la memoria no es resarcida y la justicia no llega a todas las víctimas de la ocupación militar y el genocidio, que no llegan si de la cúpula empresarial corrupta se nombra a quien supuestamente debe investigar cuestiones tan profundas como el trabajo infantil, si el comisionado para penetrar en esa investigación es nada menos que un familiar del «tigre del Ixcán», que fue ajusticiado precisamente por esas atrocidades empresariales en una finca hace 45 años y varios campesinos, en represalia, fueron masacrados en Xalbal a los pocos días.
[2] CEH-II. (1999). p. 48 y Gramajo. (1995). De la guerra a la guerra, la difícil transición política en Guatemala. Fondo de Cultura Económica, citados en García, Glenda. Op.cit.
Julio Floresache
Músico con formación antropológica, o antropólogo con formación de músico. Escritor sin formación más allá de la lectura voraz. Publicó Tocar el cielo… con Editorial La Tatuana, Guatemala, 2010. Apasionado por la música, la cultura y la educación. Algunos textos suyos se han publicado en revistas virtuales y físicas.
Correo: [email protected]
Yo también estudié en el Aqueche (INRA) la carrera de magisterio, de 1975 a 1977, y con mis compañeros vivimos la represión estudiantil con el asesinato de Robin García Dávila (quien ya estaba en primer año en la USAC) y de Aníbal Leonel Caballeros del INRA que cursaba quinto magisterio y apareció muerto en un fatídico 30 de julio de 1977.
En 1978, al ingresar a la USAC, el clima de la violencia institucional era de terror, con los famosos «Broncos» de la Policía Judicial, tan así que en octubre fue asesinado Oliverio Castañeda De León, cuyo nombre lleva la AEU. En 1979 siguieron las atrocidades, matando a varios de nuestros catedráticos, lo que se repetiría en 1980, año en que no había semana en que no fuera secuestrado y/o asesinado algún dirigente estudiantil, campesino, de los trabajadores, así como varios catedráticos y autoridades de la USAC. Hasta el rector Osorio Paz hubo de abandonar el país. Para 1981 las condiciones empeoraron y empezó la campaña electoral, donde tres generales ofrecían de todo, y Romeo Lucas García impuso al propio, un general que «ganó» las elecciones a principios de marzo de 1982 pero fue tan evidente el fraude que el «glorioso» ejército (de ocupación) le dio golpe a Lucas «llamando» a Ríos Montt, el de la cancioncita de cuando fue candidato en 1977 acaudillando a la DC de Vinicio Cerezo, con el ruego de que pacificara el país, y lo hizo muy a su modo. Sus aúlicos le llamaron «siervo» de Dios, pues lo de «dictador» no era aceptable ya que él estaba recibiendo órdenes e inspiración divina para que la guerrilla no se apoderara del país, y qué mejor que hacerlo con su política de «tierra arrasada» en una aberrante interpretación de la doctrina de seguridad nacional que le dictó Ronald Reagan a quien fue a visitar en diciembre de 1982.
Hoy, pasadas más de tres décadas, no sería extraño que la Fundaterror conmemorara el 23 de marzo de 1982, y que los de Avemilgua traten de volver por sus fueron con otro candidato, no importa si se trata de un hombre en la luna a quien puedan manejar. Mejor así para que la paz de los cementerios pueda resurgir.
Gracias por su comentario.
Yo recuerdo las clases de Victor Manuel Caxaj Rodriguez. Me dio Matemáticas en 1982. Excelente profesor. Creo que fue secuestrado.
Triste historia que debe cambiar.
Saludos Julio, igual estudié en el INRA en 1981, el profesor Caxaj tuvo que salir obligatoriamente a Canadá… falleció el 24 de octubre de 2017. E.P.D Un muy buen profesor.