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Femestizajes. Cuerpos y sexualidades racializados de ladinas-mestizas, Yolanda Aguilar

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Femestizajes. Cuerpos y sexualidades racializados de ladinas-mestizas, Yolanda Aguilar

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El trabajo de reflexión que subyace a este texto se nutre de la riqueza de discusiones propia de los abordajes feministas que han heredado la perspectiva analítica estructural que toca y se encarna en las subjetividades, en nuestros afectos, en la orientación del deseo, y en nuestros cuerpos. La complejidad del abordaje que nos presenta Q’anil, y Yolanda Aguilar, como constructora de esta reflexión, se halla en la consideración de las grandes categorías analíticas, de clases sociales, pertenencias étnicas e identidades de género. Es un esfuerzo por explicar los sometimientos a regímenes de inequidad, sufrimiento y violencia con que se organizan las sociedades contemporáneas, sobre todo, las fabricadas en contextos de colonialidad como la guatemalteca.

Si bien la violencia brutal es la herramienta del sometimiento de esta sociedad, la construcción simbólica que subyace a las formas de obediencia la refuerzan, de allí el especial interés que ocupa el análisis de la blancura como expresión de la aspiración para el ascenso social y las formas de control que nos recuerdan y vuelven a poner, como objetos inmóviles, en ese mismo lugar que nos ha sido asignado. Muchas veces la brutalidad de esta sociedad no nos permite analizar la naturalización de las elaboraciones simbólicas que se expresan gesticuladas en nuestro cuerpo. La exploración, que parte de la introspección de quienes han encontrado en Q’anil un espacio abierto para su desarrollo como personas, produce este texto que tiene como resultado un alcance político invaluable: visibilizar esos signos velados que traspasan nuestros cuerpos y que orientan el cultivo en nuestras subjetividades, hasta lo más íntimo en el plano del deseo, de las relaciones que seleccionamos y que establecemos a lo largo de la vida, a través de lenguajes de exclusión, miedo, baja autoestima, servilismo, dominación y racismo.

También tiene por trabajo identificar y revalorizar aquellos otros contenidos heredados de esta historia del mestizaje que permitan construir nuevas colectividades, solidaridades y afectos, que también los tenemos y no debemos despreciados. No se trata de ignorar y desconocer, de negar el contenido de lo ladino -la forma política con la que se significó el mestizaje en Guatemala- y optar por lo mestizo para ausentarse de esa forma particular en que hemos vivido las relaciones interétnicas en un régimen que mantiene infranqueables las fronteras de la jerarquía social, cuya cúspide la ocupa la blancura. Esa carga es inherente a las estructuras que nos sitúan en la posición social -una que vivimos como castas- y que, naturalizada, reproducimos como acto que orienta nuestros principios de selección en las relaciones con los otros. Su irreflexividad reproduce la normalización de la inferiorización de la diferencia, sobre todo si ésta se encuentra como marca dolorosa en nuestros mismos cuerpos o es fruto de una relación considerada socialmente ilegítima y transgresora -la que puede darse entre personas de géneros no heteronormados, edades, pertenencias étnicas o de clase diferenciadas-, y que nos hace aflorar la desconfianza y el rencor. Se trata de conocer y reconocer, de explicar y reorientar para sanar. Y este ha sido el recorrido de Yolanda Aguilar y las personas que han encontrado la posibilidad del equilibrio en el espacio de Q’anil, y que les llevó a emprender este trabajo de investigación.

Dividido en dos partes, este texto nos lleva a través de una amplia discusión sobre los abordajes feministas contemporáneos que parten de las subjetividades, del deseo y de los cuerpos individuales como lugares de observación e incidencia política. Situándolos en su contexto de producción, los define como una expresión de la contemporaneidad de la existencia individual y como el resultado de una historia social de colonialidad -como estrategia de poder- que se materializa en ellos. Por eso la importancia que Yolanda le otorga al abordaje procesual. En efecto, la mirada antropológica se ve siempre enfrentada a la necesidad de instalar una perspectiva diacrónica de lo contemporáneo. Lo que se observa etnográficamente son contenidos heredados y reactualizados generacionalmente que se re-operacionalizan ante la eventualidad de la vida cotidiana. En la emergencia del evento, respondemos con los recursos que tenemos, recurriendo, cuando más, a las marcas que reproducen la organización social en la que fuimos socializados y, cuando menos, siendo rebeldes y rechazando la obligatoriedad del vínculo que limita nuestra existencia. Así, en una primera parte del texto, el esfuerzo se concentra en hacernos evidente que los contenidos de los que somos portadoras, son producto de la construcción social de larga data. La cultura, la producción simbólica que orienta nuestras relaciones cotidianas, es una herencia que se aprende en los grandes ritos enmarcados en la historia de la humanidad occidentalizada, organizada desde los Estados, los espacios religiosos, y las formas de producción.

En la segunda parte, las entrevistas citadas en el texto evidencian ese nivel de reproducción de contenidos. Situadas en el nivel de la memoria, nuevamente se expresa una mirada antropológica que necesita historizar la experiencia personal. Aquí, el texto deja en un segundo plano el análisis del ejercicio en el espacio de lo público, para focalizar en el plano de la experiencia subjetiva y relacional, allí donde se forja parte de la personalidad y de la presencia del cuerpo en el espacio de lo social. Allí donde, haciendo evidentes esas marcas, podernos reflexionarlas, cuestionadas y reorientarlas.

Además de la riqueza en la instalación de la perspectiva analítica feminista, que produce todo un diálogo con esas fuentes de pensamiento, el texto aterriza en el análisis de la configuración identitaria guatemalteca, en el abordaje de las identidades étnicas y los mestizajes en su particular construcción política en Guatemala, la llamada identidad ladina, marcada por una fuerte e inconsciente carga racista. Esta intersección enriquece el abordaje feminista con la discusión sobre la ladinidad, cuyo abordaje ha sido llevado y expuesto a sobresaltos. A pesar de que ya se han producido distintos ejercicios de interpretación sobre esta realidad guatemalteca, su discusión ha carecido de espacios colectivos y de síntesis de los aportes de distintas y distintos investigadores con enfoques disciplinarios, desde la historia, la sociología y la antropología. Los trabajos antropológicos fundadores de Richard Adams y las distintas producciones etnográficas del culturalismo norteamericano en el país, y luego de la discusión entablada por Severo Martínez, en La patria del criollo (1970) y el texto de Carlos Guzmán Böckler, Guatemala: una interpretación histórica social (1972) deberían ser constantemente leídos y discutidos. Por ejemplo, de Guzmán Böckler heredamos la noción de ladino como ser ficticio. Pero quizás este enfoque ha sido uno que ha retardado la comprensión de la realidad de esta construcción identitaria vinculada a la existencia de un Estado como el guatemalteco. Es decir, la existencia de una clase media articuladora en el mantenimiento de estratos extremos y funcionales al monopolio y al acaparamiento de la riqueza que ejerce la oligarquía guatemalteca y a la extrema pobreza que vive la población rural y urbana que es útil a esa economía extractiva. Una oligarquía a la que se aspira pertenecer y cuya ruta de ascenso social pasa por la noción de emblanquecimiento. La identidad ladina no es una ficción, es una realidad cruda, de un estrato que se la juega para no caer en el día a día bajo la línea de la pobreza y donde el racismo es un mecanismo para la inferiorización, para mantenerse a flote, y justificar la explotación del otro diferente. La blancura sigue siendo un recurso para permanecer arriba de la raya de la pobreza. Hacer de eso una ficción es negar este hecho funcional de la clase media en una formación socioeconómica históricamente situada. En ella se privilegia la blancura para entablar uniones, establecer familia, ser favorecidos con espacios de formación o laborales. La blancura forma parte de la estrategia de mantenimiento del statu quo en semejante régimen patrimonialista y patriarcal.

Así, en un lapso de cincuenta años, la producción para tan relevante construcción identitaria en la historia del país ha sido poca. Su escaso abordaje explica algunas de las limitaciones e incapacidades de esta sociedad por plantearse espacios productivos, políticos y de bienestar con equidad. Ya distintos autores han recalcado en el aspecto de negación y aspiración, como sintetiza Yolanda Aguilar en sus párrafos conclusivos a este trabajo, a la que se enfrenta este término y frente al que nos encontramos paralizados, corno sujetos sociales y políticos. Este trabajo se sitúa como un importante aporte por identificar e incorporar las grandes líneas de su significación como configuración social y política, como fuente para desmontar, crear la ruptura en la construcción de subjetividades atravesadas por las diferencias de clase, etnia y género.

La discusión sobre la identidad ladina, sobre el ser ladino, ya tiene todo un corpus sobre el que trabajar, que permite entablar un diálogo desde perspectivas históricas y etnográficas, sin dejar pasar los abordajes sociológicos de cómo se ha construido un Estado dentro de un contexto, no solo colonial sino de colonialidad, que es precisamente donde funciona toda la producción simbólica sobre el blanqueamiento como supremacía racial y su incorporeidad, es decir, la producción del cuerpo como territorio y del deseo como principio de selección de las relaciones sociales adecuadas a esos valores y esquemas racializados que se instalan como estrategias de subsistencia.

Enunciar a la serie de autores que han aportado a esta discusión sería un trabajo aparte, pero es necesario seguir leyéndolos para deconstruir la actualidad de nuestros comportamientos racistas heredados. Baste mencionar algunos que han sido pioneros, como los trabajos de Arturo Taracena desde la historia; desde la antropología, y en aquella época cuando se discutía sobre los términos de la integración social desde el Instituto Indigenista Nacional y el Seminario de Integración Social de Guatemala, Joaquín Noval sigue siendo un referente, cuando insistía en el reconocimiento de la diferencia cultural que orientó su investigación sobre los idiomas mayas y su enseñanza, el servicio público en salud atendiendo los aspectos de las diferencias culturales, el cálculo de la rentabilidad de la producción agrícola campesina o en la producción de leyes que afectan hasta el ámbito de lo local y de su organización de autoridades. Las siguientes generaciones de antropólogos harán suyos el tema: Aura Marina Arriola, trabajará bajo el método de la autoetnografía su biografía como parte de la intelectualidad de los movimientos revolucionarios; Jorge Ramón González -y sus imprescindibles estudios sobre lo shumo– José Alejos y Claudia Dary. Dentro de esta línea, Femestizajes aporta nuevas aristas para la comprensión de esta manera de reconocer el mestizaje en nosotros, en esta configuración ladina que particulariza un proceso generalizado en América Latina.

Finalmente, el trabajo de Femestizajes, al partir de un ejercicio de introspección de individualidades, que recoge 75 horas de entrevistas grabadas, se instala bajo el método autoetnográfico. La introspección, el auto análisis, tiene un alto componente de contenidos subjetivos y podrían examinarse también bajo la lectura de la psicología. No obstante, el antropólogo Marc Augé nos recuerda que la función de la antropología, cuando incursiona en los planos de la construcción del sentido individual en su tensión con la existencia del sentido colectivo, se concentra en identificar el sistema que reproduce. A diferencia, la psicología sitúa su trabajo de restitución del sentido individual dentro de ese conjunto social. Además de esta diferenciación de abordajes disciplinarios, el rico marco teórico de Femestizajes permite analizar las experiencias de vida de las entrevistadas, y se constituye en la plataforma para la toma de distancia en la reflexividad, camino indispensable para objetivar la experiencia en conocimiento. La tradición etnográfica se basa precisamente en la capacidad de observar prácticas interiorizadas de manera externa. De allí el dilema del antropólogo que trabaja en su misma sociedad, porque el trabajo antropológico radica en evidenciar lo naturalizado. Cuando se estudia el método etnográfico, se le compara a la experiencia del viajero que se introduce a un mundo social desconocido para él. Esta condición de extranjero, le facilita la observación de las prácticas culturales de un grupo al que permanece externo.

En nuestro caso, como antropólogas haciendo etnografía de nuestros propios grupos, son imprescindibles esos marcos teóricos que nos introduzcan a las preguntas sobre esas rutinas interiorizadas que ponen en duda nuestras comodidades y estrategias de reproducción bajo las que hemos sido modeladas, en las que no dejan de emerger las dudas e insatisfacciones. Sin duda, la inestabilidad y el consumo, la búsqueda de constantes estímulos que produce el mundo contemporáneo, en los espacios de trabajo y de producción, de diversión, de familias diversas, nos hacen más susceptibles y nos enfrentan, constantemente a distintos tipos de extrañamientos y por lo tanto, a buscar respuestas desde la perspectiva etnográfica.

Con la construcción de los mapas conceptuales, como parte del método analítico de este trabajo, se produce la síntesis tras el análisis de las entrevistas, que sin ninguna duda permitió la identificación de esas grandes líneas causales y de articulaciones que van desde los planos de la historia, de la memoria, de la construcción del deseo por la blancura, apuntalado actualmente por la sociedad de consumo. También permitió la identificación de lo que llaman el sujeto inesperado, que sin duda traslada la sorpresa de reconocerse uno mismo como parte de un conjunto mayor y común. Nos damos cuenta que lo que vivimos en soledad es una experiencia común, es una condición social. Esta toma de conciencia a través de la enunciación permite ubicar los puntos de ruptura. Y siguiendo la línea del método aplicado, este trabajo nos traslada al ejercicio fundamental que Marc Auge señala como el necesario en la antropología contemporánea y que se ubica precisamente en identificar la tensión entre la construcción del sentido individual y la negociación o ruptura con los contenidos del sentido colectivo. En este trabajo descriptivo de la tensión establecida entre el sentido individual/ el sentido colectivo, la ruptura con los contenidos de nuestras relaciones sostenidas por principios de discriminación e intolerancia cobra un interés fundamental, pero también el reencuentro con nuestras otras raíces, las propias de la diversidad que permite el mestizaje del que somos fruto. Con esta ruptura, señalada en este trabajo, y esta relaboración, estamos en el camino par encarnar al sujeto politico que reconozca no sólo la diversidad que lo rodea, sino la diversidad que lo habita.

Por Isabel Rodas


Este libro fue publicado en Guatemala, por F&G Editores en 2019.

Este texto es el prólogo que acompaña al libro.

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