En las fosas clandestinas
Trudy Mercadal | Política y sociedad / TRES PIES AL GATO
Eso de «las fosas clandestinas» casi suena al nombre de alguna banda de rock metalero, pero son un triste resultado de la historia de Guatemala, cuya existencia oscila entre fuerzas que tratan de invisibilizar o, al menos, minimizar su realidad y las que luchan por sacarlas a luz para sostén de la memoria histórica y que podamos sanar las heridas y forjar una sociedad honesta, sana y sin secretos. Y al final, así será, pues está claro que no se puede esconder por siempre lo que pasó.
Por cuestiones de trabajo, me tocó acompañar, hace unos años, a unos periodistas del New York Times que venían a cubrir el valioso trabajo de la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG) en las regiones más lastimadas por la guerra. Uno de nuestros viajes fue al antiguo destacamento militar en Cotzal, Nebaj. Ahí se llevaba a cabo una labor de excavación a gran escala, con cuadrillas de voluntarios formados por miembros de las comunidades ixiles que se turnaban para excavar, estudiantes extranjeros de antropología forense haciendo prácticas y personal de la FAFG. Aparte, había periodistas de diferentes medios internacionales. Ahí estuvimos varios días documentando y entrevistando, y brevemente explico lo que vimos.
Para llegar a las fosas clandestinas había que subir una montaña a través de caminos muy empinados y lodosos, pues estaban por toda la ladera de una montaña que ocupó el destacamento militar en los 80. Además, esta gente cargaba todo su equipo fotográfico y de filmación. ¡Agotador! Y era algo humillante ver la facilidad con que vecinos de la comunidad local, incluyendo ancianas, subían hatos de leña de mayor peso con gran agilidad y hasta el mero tope de la montaña.
Y bueno, ahí en la montaña pasábamos el día entero, enlodados, a menudo adentro de las fosas para ver de cerca la labor profesional de los antropólogos forenses, sin tocar ni estorbar. La labor es minuciosa, pues se deben abrir varias fosas sistemáticamente y no en todas habrá restos. En donde se encuentran restos, hay que excavarlos con el equivalente a cucharitas y paletas de madera. En una fosa se creía haber descubierto un set de restos y, al ir excavando, resultó que eran 4 hombres, uno sobre otro, pues así habían sido tirados dentro de la fosa. Y así los hallaron, primero uno, luego el otro, luego el otro…
Según el vocero militar, los cuerpos hallados en este destacamento, enterrados aleatoriamente y a una profundidad inmensa —más hondo que cualquier tumba normal— eran víctimas del terremoto de 1976. Según iban saliendo los cuerpos, sin embargo, se observó que tenían atadas las manos a la espalda, vendados los ojos y, varios, un tiro en la parte trasera del cráneo. Se encontraron casquetes de bala y monedas fechadas en 1980 (o sea, después del terremoto). Todo eso era cuidadosamente colocado en bolsitas y etiquetado, como en una escena de crimen profesional, de las que se ven en programas norteamericanos (y pocas veces en la vida real de Guatemala).
Casi todos eran restos de adultos con la vestimenta usual de los campesinos de la región, con las botas de hule negras. Además de que era obvio no eran víctimas del terremoto, también era obvio que no cayeron en combate. Como recordatorio de que la tragedia de la guerra es compleja, uno de los restos hallados en otra fosa —tan honda como un pozo— era de un jovencito adolescente vestido en uniforme militar del Ejército de Guatemala. La muerte de este chico es un misterio que quién sabe si algún día se resolverá, pero se sabe que el Ejército reclutaba (a veces a la fuerza) a adolescentes.
Todos los días bajaban las mujeres de las comunidades de los alrededores, especialmente las abuelas, o sea las señoras mayores con rango de autoridad. Casi nadie hablaba castellano, pero eran cálidas y amables, nos llevaban de comer. Todos los días almorzamos arroz y frijol usando tortillas de cubierto y, a veces, acompañado de güisquil hervido. Esta comida sencilla es de lujo por esos lares y se agradece aún más las manos que las cocinaron y los recursos compartidos. Por cierto, a pura necesidad aprendí en idioma ixil frases de sobrevivencia como «¿el baño?», «agua por favor» y «gracias».
El punto, sin embargo, es que las mujeres no bajaban solo a darnos de comer, sino que su labor principal era acompañar a los muertos. Se colocaban alrededor de las fosas a esperar con paciencia impresionante, con la paciencia de mujeres que hace décadas esperan a hijos, hijas o esposos, y con una enorme tristeza. Cuando comenzaban a aparecer huesos o ropa, se sentía la excitación grupal, como una especie de aleteo de muchos pájaros. Las señoras se erguían, se asomaban lo más posible, esperando reconocer alguna prenda, una gorra, una playera. Llegaban los niños, los hombres. Al quedar completamente descubiertos los restos, las mujeres comenzaban a rezar. Era muy conmovedor y no quedaba más que guardar respetuoso silencio en lo que terminaban su rezo.
Mientras, hombres llegaban con guitarras a tocar música suavemente, para despertar con gentileza a las almas de estas personas que llevaban tanto tiempo dormidas, antes de que pudiesen proseguir su camino a donde no hay tiempo, el cual era su destino orginal al morir. Incluso les hablaban a los muertos, explicándoles, según entiendo, que habían sufrido violencia y que habían estado dormidos mucho tiempo, pero que ahora al despertar los llevarían de regreso a su casa (el paso siguiente es identificar los restos por ADN contra el banco de datos de la FAFG y así localizar a su familia y que les puedan enterrar).
No es posible explicar en este breve espacio las muchas maneras que esta experiencia me afectó, a la larga para bien, a pesar de lo trágico. Es terrible ver el resultado de la crueldad humana, pero hermoso ver la resiliencia de la gente y de las comunidades. Las entrevistas arrojaban, no un deseo de venganza, sino un deseo de saber qué le pasó a sus seres queridos desaparecidos y enterrarlos. Las secuelas de la guerra se ven en la pobreza de la región y hay mucho trauma aún entre los sobrevivientes y sus hijos.
Lo que rescato de esa experiencia es un deseo intenso de algún día tener un hogar por ahí, en alguna de esas comunidades, pues la gente, el clima y la tierra son incomparablemente gratos y generosos. Y retorno siempre que sea necesario, pues colaborar en lo que se pueda para que se escuchen las voces de los más vulnerables y silenciados es el llamado ineludible de las ciencias sociales comprometidas y, en realidad, de cualquier guatemalteco/a que quiera un futuro mejor para su país.
Uno de los reportajes que resultó de este proyecto se publicó en el New York Times y lo pueden leer aquí. Y el otro se publicó en el Washington Post y lo pueden leer aquí.
Todas las fotografías que acompañan este texto son de Trudy Mercadal.
Trudy Mercadal
Investigadora, traductora, escritora y catedrática. Padezco de una curiosidad insaciable. Tras una larga trayectoria de estudios y enseñanza en el extranjero, hice nido en Guatemala. Me gusta la solitud y mi vocación real es leer, los quesos y mi huerta urbana.
Correo: [email protected]
Siempre he sostenido que si hubo genocidio en Guatemala, que en las cifras de los muertos hay sub-registro y que nunca vamos a saber a ciencia cierta cual fue la cantidad e gente masacrada, ni el número total de la población expulsada, habría que agarrar los mapas de los años 60 para saber cuales fueron los pueblos atacados y tener una aproximación de la gente que fue víctima de ésta guerra desigual, que todos los familiares de los muertos sean resarcidos y que sus tierras les sean devueltas, porque de sobra es conocido que hubo dentro de las élites de poder de ese entonces, gente que se venefició y que robó con total impunidad las tierras de nuestros hermanos.
Un extracto de este articulo me recordó mi experiencia de acompañamiento a CPR Peten, ( semana santa) no pudimos volver por la misma ruta al pasar por cierto lugar se detuvieron nuestros guías y empezaron a orar en su idioma, contaron que ahí habian masacrado a varias familias, conmovedor momento